A LA BUSCA DE UN MODELO
PROFESIONAL PARA LA DOCENCIA: ¿LIBERAL, BUROCRÁTICO O DEMOCRÁTICO?
Mariano Fernández Enguita
Universidad de Salamanca
Departamento de Sociología
La reivindicación de un
pleno estatuto profesional se ha convertido en los últimos años, para los
docentes no universitarios, en el resumen de sus reivindicaciones, y su
presunta falta de reconocimiento en el compendio de todos los agravios. Por
doquier se cifra el malestar del profesorado en el descrédito de la
profesión, la falta de respeto por parte del público, las intromisiones
de padres de alumnos y otros grupos, el vaciamiento de competencias de
los claustros, los innumerables agravios frente a otros grupos
profesionales o cuerpos de la Administración, etc., y las reclamaciones planteadas
se presentan, sistemáticamente, como una demanda de dignificación
profesional y de reconocimiento de la labor realizada.
Tras este amplio consenso
aparente se esconde, sin embargo, una enorme confusión sobre qué se quiere
designar con conceptos como profesión, profesional, profesionalidad,
profesionalización, profesionalismo y otras derivaciones posibles de la misma
raíz. Profesión puede significar indistintamente, para unos u otros,
formación superior, dedicación, autonomía,
nivel de competencia, conocimiento exclusivo, deferencia del público,
fiabilidad, jurisdicción propia, autoridad… Algunas veces, todo parece
compatible; en ocasiones, unas demandas se oponen a otras como alternativas en
pugna; casi siempre, empero, se desemboca en una retórica en la que el término
y sus asociados terminan por no tener significado alguno, excepto como
expresión profusa, difusa y confusa del descontento con la situación existente.
En todo caso, tras
expresiones eufemísticas como dignidad, reconocimiento, etc. late
la conciencia, al menos implícita, de que la profesionalización es, tanto o más
que una cuestión de cualificación y competencia, una cuestión de poder:
autonomía frente a la sociedad, el poder político, la comunidad y los
empleadores; jurisdicción frente a los demás grupos profesionales; poder y
autoridad frente al público y las potenciales profesiones o grupos
ocupacionales subordinados.[1]
El poder de las profesiones
En esta reivindicación de la
profesionalidad, por supuesto, sólo sale a la luz su aspecto positivo. Los
profesores piden dignidad —¿y quién no?—, reconocimiento —de lo que se supone
que ya son, hacen o tienen—, no salarios más altos, ni vacaciones más largas.
Reclaman autonomía en su trabajo, que se les permita hacer las cosas bien, pero
de ninguna manera hablan de inmunidad, ni de impunidad, ni de
irresponsabilidad. El otro supuesto es que público obtendría de ello unas
mejores prestaciones, no que se vería reducido a la impotencia o a la
dependencia en un servicio que él mismo financia.
Los dos grandes peligros
para la profesión son las administraciones públicas, que tratan de fiscalizarla
desde arriba, a través de mecanismos burocráticos, y las familias que pretenden
opinar en un terreno que no es el suyo, que tratan de controlarla desde abajo,
sirviéndose de los mecanismos de participación que las introducen en un terreno
que no es el suyo o de mecanismos de mercado más o menos soterrados (como la
elección de centro). Los enemigos, son, resumiendo, las burocracias y el
mercado —en los centros privados, ambos se reúnen en la persona del
director-propietario. Esta visión de la situación, a la vez idílica respecto de
la profesión y algo paranoica respecto del Estado y el mercado, tiene una doble
base. Por un lado, la existencia de una fuerte tradición teórica y política de
crítica del poder político y económico (del Estado y del mercado, de la
burocracia y de la burguesía, etc.) que no tiene paralelo en la crítica del
poder cultural (de la división del trabajo, de las profesiones), lo cual es cierto
tanto para la cultura occidental, en general, como para el pensamiento político
y social occidental, en especial, y para la idiosincrasia distintiva de los
docentes, en particular.
Se ignora, así, que lo mismo
que la información (el conocimiento), es un elemento tan esencial para
el sistema económico y social como puedan serlo la materia (los medios
de producción) o su peculiar energía (la fuerza de trabajo). La
utilización masiva y cooperativa (no individual y autónoma) de estos tres tipos
de recursos y su desigual distribución es la base de las distintas formas de
poder en la economía: la propiedad, la autoridad y la cualificación,
respectivamente. Y, así como el desarrollo y la creciente importancia de la
propiedad dieron lugar a la formación de un grupo con identidad e intereses
propios —la burguesía—, y el de la autoridad hizo otro tanto —la
burocracia—, así también lo ha venido haciendo y lo hará aún más el de la
cualificación: las profesiones. Además, si la primera Revolución
industrial fue sobre todo un eclosión de los medios de producción (la máquina
de vapor, la fábrica…), y la segunda lo fue de los medios de organización del
trabajo (el taylorismo, el fordismo, la corporación…), la tercera lo está
siendo, ante todo, de los medios de conocimiento (la informática y, en general,
la innovación…). El poder de las profesiones no ha hecho más que comenzar.[2]
Una profesión es, pues, un
colectivo con un tipo especial de conocimiento, más o menos complejo y/o
escaso, y un cierto código en su utilización, pero también es un grupo con
poder. Poder frente el público o la clientela, que se sitúan ante ella en una
posición de dependencia de hecho y/o de derecho; poder frente a los otros
grupos profesionales, a los que trata de mantener apartados de su jurisdicción y
con los que puede establecer relaciones de colaboración o de conflicto, de
igualdad o de primaría, de independencia o de subordinación; y poder, en fin,
frente a la sociedad, de la cual obtiene y ante la cual reivindica una serie de
competencias y privilegios.[3]
En particular, toda
profesión vive, en cierto modo, de las necesidades del público o clientela.
Necesidades que pueden ser más o menos espontáneas, inducidas o impuestas: la
de atención médica, por ejemplo, puede ir desde la percepción individual de una
dolencia o enfermedad, pasando por la asistencia preventiva propiciada por la
“educación para la salud”, hasta el recurso obligado por la exigencia legal de
certificaciones médicas; la educación, desde la enseñanza legalmente
obligatoria, pasando por la reglada no obligatoria, luego por la competencia
credencialista, hasta el recurso a expertos para la iniciación en meras
aficiones, y así sucesivamente. En todo caso, como señalara Illich, las
profesiones viven de nuestras necesidades y de su expansión ilimitada, que
ellas mismas favorecen por todos los medios a su alcance.[4]
Profesiones liberales y
profesiones burocráticas
En medio de su descontento,
el profesorado se compara con otras profesiones y, muy especialmente, con la
medicina. ¿Acaso tienen ellos que soportar consejos de hospital, como nosotros
los consejos escolares? ¿No se pliegan a cualquier hora de consulta los mismos padres que exigen tutorías por la
tarde? ¿Cuándo se cuestiona el diagnóstico del médico como el dictamen del
profesor? Aparte de que ésta sea una visión unilateral, distorsionada y
oportunista de las condiciones de trabajo del médico, a la medida del
inacabable discurso sobre el agravio comparativo, lo chocante es que se elija
para la comparación una profesión liberal. No ya por la escasa atención
prestada a sus barreras de entrada, su larga formación, sus controles internos
y externos, su código deontológico, su disponibilidad permanente o la elección
—privada y ya también pública— de médico, que hacen insostenible cualquier comparación,
sino por su carácter paradigmáticamente liberal.
Efectivamente, al hacerlo
así los enseñantes participan de un malentendido bastante común, el que
identifica al conjunto de las profesiones con las profesiones liberales.
Éstas, ejemplificadas típicamente por la medicina, la abogacía o la
arquitectura, se caracterizan por el ejercicio autónomo de la actividad,
vale decir en el mercado. Incluso cuando se integran en grandes
organizaciones, como hospitales, empresas en general o constructoras en particular
(o las administraciones públicas asociadas a sus actividades), estos
profesionales importan consigo, con cierto éxito, su modelo tradicional,[5]
logrando asegurarse condiciones de trabajo con amplia autonomía, enquistarse en
pequeños grupos profesionales más o menos autorregulados, etc.
Como cualesquiera otras
profesiones, éstas se caracterizan por una formación prolongada —generalmente
universitaria—, una organización corporativa autónoma —al margen de los
sindicatos de clase—, un importante grado de cooptación y sendas presunciones
de plena dedicación y voluntad de servicio al público. Y, por supuesto, por
ventajas en términos de condiciones de trabajo, ingresos, prestigio y/o poder
en comparación con el conjunto de las ocupaciones no profesionales (aunque no
con todas y cada una de ellas). Pero, además, a esto se unen lo que Hughes
llama la licencia, o derecho exclusivo a ejercer ciertas actividades
(reflejo en términos como licenciatura, licenciado, facultad, facultativo…),
y el mandato, o definición de ciertos deberes en relación con el
cliente, al que se asocian un código ético, la idea de no venalidad, el control
por el propio grupo profesional, etc., los cuales acompañan al profesional
adonde quiera que vaya.[6]
No hace falta detenerse aquí
en la otra cara de este discurso apologético: obtención de una posición
monopolista en la oferta de cierto tipo de prestaciones, con mantenimiento
artificial de la escasez; establecimiento de precios mínimos por su servicios,
que ni los propios profesionales pueden rebajar; inescrutabilidad de su trabajo
para el público y para el poder político; establecimiento de jurisdicciones
especiales de derecho (tribunales corporativos) o de hecho (preeminencia del
juicio de los pares), etc.
Pero al lado de éstas
existen otras: las que podemos llamar profesiones burocráticas (sin
sentido peyorativo alguno en este adjetivo), u organizacionales, que jamás se
han basado en el ejercicio autónomo ni en el mercado. Entre ellas se encuentran
algunas de las más antiguas, tales como militares, sacerdotes o escribas de
distinto tipo, pero también otras más modernas como diplomáticos, jueces,
fiscales, interventores y otros altos cuerpos de funcionarios. Sería ingenuo
pensar que estas profesiones son menos profesionales que las otras, o peores
que ellas en algún sentido, v.g. en condiciones de trabajo, ingresos,
prestigio o poder. Sencillamente son distintas. Su base no está en el mercado
sino en el Estado y sus diversas agencias. Licencia y mandato, en este caso, no
residen en el individuo sino en la organización, por lo que no son separables
de ella.
El modelo de las profesiones
organizacionales no debe buscarse en las definiciones de las profesiones
liberales de Hughes, ni en otras similares como las de Wilensky, Parsons o
Goode, sino en el tipo ideal weberiano de la burocracia.[7]
El puesto en sí mismo es una profesión, su aceptación implica un deber
específico de fidelidad, a cambio de una existencia asegurada, a una
finalidad objetiva impersonal —la de la organización—. El funcionario disfruta
frente al público de una estimación social estamental, en parte por sus
diplomas y pruebas de acceso y en parte específicamente creada, un estatuto
de funcionario. El cargo lo es a perpetuidad, incluso —en la práctica—
si ha de ser periódicamente ratificado. La remuneración es fija,
condicionada por el rango interno y la antigüedad y no por el trabajo
realizado. El funcionario está colocado en un escalafón y aspira, en
general, a automatizar el tránsito por el mismo.
Tampoco aquí parece preciso
detenernos en detallar la otra cara del tipo, no ya ideal, sino eufemístico, de
Weber: ritualismo y formalismo con tremendos costes para la eficacia y la
eficiencia administrativas; confusión de los intereses propios con los
intereses del público; uso ineficiente de los recursos; irresponsabilidad
individual ante el público; asimetría entre la organización colectiva y el
administrado individual; tendencia a la apropiación objetiva del cargo, etc.
Mercancías, imposiciones y
derechos
Estado y mercado se cuentan,
por más que pese a quienes se empeñan en presentarlos como las fuentes de todos
los males, entre los grandes hallazgos de la humanidad. Son, ciertamente,
opuestos, pero también complementarios, las dos grandes formas de coordinar las
actividades y las necesidades humanas una vez que hemos pasado de una economía
de subsistencia (en la que cada uno produce lo que consume y consume lo que
produce) a una sociedad basada en la división del trabajo (consumimos lo que no
producimos y producimos lo que no consumimos). Gracias a ellos hemos abandonado
el reino de la necesidad para entrar en
el de la libertad y la abundancia, aunque no todos por igual. Ahora bien, como
mecanismos de distribución cada uno de ellos adolece de lo que cualifica y hace
único al otro.[8]
El mercado nos otorga, en primer término, libertad, ya que
es ajeno a cualquier coerción directa en el consumo o en la producción. Para
que en él accedamos a algún bien o servicio es condición necesaria, pero no
suficiente, que así lo queramos. En él no tenemos todo lo que queremos, pero
sólo tenemos lo que queremos y no estamos obligados a aceptar nada que no
queramos (en las circunstancias dadas). Como institución, es por entero
insensible a las necesidades reales de las personas, si no se presentan en forma
de demanda efectiva, es decir, si no van asociadas a la correspondiente
capacidad adquisitiva.
El Estado nos asegura, ante
todo, igualdad, ya que distribuye bienes y servicios de acuerdo con
criterios objetivos, que han ido pasando progresivamente de ser categoriales a
ser universales (de beneficiar a ciertos grupos a alcanzar a toda la
ciudadanía). Pero sus provisiones son, a la vez, imposiciones, entre las cuales
raramente podemos elegir y frente a las cuales, a menudo, ni siquiera podemos
decir no. Tiene, por decirlo de algún modo, una notable tendencia a suministrar
lo que nadie ha pedido, o a hacerlo con unas características finales que apenas
guardan semejanza con las de la solicitud inicial.
Si los contemplamos desde la
perspectiva de su rendimiento, el mercado asegura la eficiencia —es
decir, la obtención del máximo y el mejor producto con el mínimo coste, en
términos generales—, pues la posibilidad de que los consumidores rechacen los
productos obliga a los productores a esmerarse en calidad y precio, mientras
que el Estado asegura la eficacia —es decir, la obtención del resultado
buscado a cualquier coste—, pues las necesidades y demandas seleccionadas deben
ser satisfechas con todos los medios necesarios y con independencia de quiénes
sean sus sujetos .
Recientemente ha hecho
fortuna entre nosotros, como reacción al monocorde pensamiento neoliberal, la
idea de que ciertas cosas no pueden ser mercancías porque son derechos —entre
ellas, sin ir más lejos, la educación. Que la educación no debe ser —o no sólo—
una mercancía, parece indiscutible, pero la contraposición entre mercancía y
derecho no es, ni mucho menos, algo fuera de duda. Lo estrictamente contrario a
una mercancía no es un derecho, sino una imposición —o una prohibición—: un
bien o un servicio que nos vemos obligados a —o impedidos de— consumir. Un
derecho, por otra parte, puede ser positivo —acompañado de provisión— o
negativo —libre de prohibición—, y, cuando se trata de bienes y servicios, el
primer tipo suele ser satisfecho por el Estado y el segundo por el mercado.
Pero, si la distinción entre
derecho y mercancía parece clara, no puede decirse otro tanto de la diferencia
entre derecho e imposición. El hecho de ser administrada de modo igualitario no
basta, desde luego, para que la imposición de algo pueda identificarse con la
satisfacción de un derecho. Si acaso, éste debería distinguirse por seguir
siendo un acto de libertad por parte del sujeto, lo cual sólo podría cifrarse
en la voluntariedad (poder decir sí o no), la elección (poder decir
qué) o la participación (poder decir cómo). Incluso un derecho positivo,
acompañado de provisión, deja de ser tal derecho para convertirse en una
imposición (aunque pueda aplicársele el viejo dicho: sarna con gusto no pica)
tan pronto como se pierde la capacidad de renunciar a él o de modularlo de
manera sustancial —como, de manera obvia, sucede en el caso la educación.
Sustraer la educación a la lógica distributiva del mercado puede ser una
condición necesaria para hacer de ella un derecho, pero no es, en absoluto, una
condición suficiente.
La educación presenta la
dificultad evidente de que interés y voluntad, los dos elementos integrantes
del derecho, están disociados. Al menor de edad se le supone el interés
objetivo (necesita, o necesitará, la educación), pero no una voluntad
respaldada por un criterio adecuado o suficiente. A los padres, que actúan en su nombre, se les supone este
criterio, pero no, necesariamente, un interés idéntico al de los hijos ni una
supeditación de sus intereses personales a los de éstos. La obligatoriedad de
la educación, en este sentido, protege a los hijos de los padres; pero también,
no se nos oculte, protege los intereses de los profesionales de la educación
—y, en primer lugar, el más elemental de ellos: el empleo— de los intereses y
del criterio de los menores de edad y de sus representantes.
Estado, mercado y servicio
público
Por eso la buena sociedad
depende, en gran medida, de que sepamos y podamos determinar qué necesidades y
demandas deben ser encomendadas al mercado o al Estado. La especificidad de la
educación, por cierto, hace muy difícil encontrar la combinación adecuada. El
mercado ofrece libertad a quien tiene los medios necesarios, pero promete bien
poco en materia de igualdad. De hecho, la libertad misma se queda en nada si no
se cuenta con los recursos para hacerla efectiva. El Estado, por su parte,
garantiza igualdad, pero por ello mismo tiende a obviar el problema de la
libertad, ya que lo hace a través de fórmulas uniformes. En principio se trata
de una forma de igualdad a la que se aplica de lleno el viejo principio: summum
jus, summa injuria; es decir, que se niega a sí misma al tratar de manera
similar situaciones disímiles.
Ahora bien, las dificultades
de hacer efectivo el derecho a la educación pueden revelar las insuficiencias
de los mecanismos distributivos existentes, pero no por ello nos capacitan para
inventar un tercero de la nada. Hasta donde alcanza la vista, y a escala de una
gran sociedad, no existe alternativa al mercado y al Estado, pues cada uno de
ellos es ya la alternativa al otro: tertio excluso. Lo que sí cabe es la
posibilidad de corregir ambos con las finalidades convergentes de
atemperar el carácter discriminatorio del mercado y mitigar el carácter
autoritario del Estado.
Para el caso del mercado,
algunos mecanismos correctores son sobradamente conocidos. A reserva de una
discusión más pormenorizada, son los que normalmente se aplican a la escuela
privada en los países democráticos y regímenes del bienestar: subvenciones,
conciertos, bonos o préstamos que eliminan o reducen drásticamente los efectos
de las desigualdades económicas previas entre las familias, garantizando la
homogeneidad de la demanda, y regulaciones más o menos estrictas sobre los
programas, horarios y calendarios, métodos de evaluación, requisitos de acceso
y condiciones de trabajo del profesorado que determinan las características de
las prestaciones y por ello, en buena medida, la homogeneidad de la oferta.
Aunque los adversarios de la
enseñanza privada vean en conciertos, subvenciones y otras formas de subsidio
de la demanda una simple rendición sin condiciones al mercado, un mercado en el
que todos los demandantes tienen una capacidad de compra básica igual y
asegurada y en el que los oferentes no pueden competir a través de los precios
y sólo pueden hacerlo dentro de límites bastante estrechos por medio de las
calidades, no es realmente un mercado. Y, si lo es, no se trata del monstruo
feroz de los relatos de horror antiliberales, esos que pueblan a veces los panfletos
de defensa de lo público, sino casi del hada madrina de los cuentos
liberales, esos que llenan las primeras lecciones de los manuales de economía.
Para el Estado, los
mecanismos correctores no pueden ser sino los que quiebren el elemento impuesto
de su acción pero conservando su carácter igualitario, concretamente los que
introducen algún grado de elección o de codecisión por parte del público, sea
en forma individual o colectiva. Este es el papel de las distintas formas de
participación de los alumnos, las familias o las comunidades entorno en el
control y gobierno de los centros, a través de los consejos escolares y
similares, así como una función de la opcionalidad entre materias, ramas de
estudio, horarios, etc. —que debe ser compatible con la persecución y
consecución de los objetivos comunes— y de la posibilidad de elección entre los
centros públicos, allá donde la demografía y la ley lo hagan posible.
De este lado se trata,
ahora, de reconocer la superioridad parcial del conocimiento local (las
familias, los profesionales, los centros, las comunidades) sobre cualquier
pretensión de imponer fórmulas únicas y válidas para todos y para todo,
evitando así esa especie de versión escolar del Gran Hermano (el de
Orwell) en que todos los alumnos deben aprender las mismas cosas, de la misma
manera y al mismo tiempo, como pretendía aquel ministro francés que hizo reír
al parlamento inglés al explicarle, mirando el reloj, lo que en ese momento
sucedía en todos los liceos de Francia. La participación, después de todo, no
es sólo un problema de democracia, sino también de eficacia.
Creo que este mercado y este
Estado corregidos son, ambos, el servicio público. La escuela pública
bien entendida consta de la escuela estatal, en tanto que su carácter
impositivo o autoritario sea corregido por la participación y la elección, y de
la escuela privada, en la medida en que su carácter mercantil o discriminatorio
sea corregido por la regulación de la oferta y la financiación de la demanda.
Fuera de ella sólo queda, en principio, la escuela estrictamente privada, no
concertada, en la que faltan la financiación de la demanda (en otros países,
como Inglaterra y algunos lugares de los Estados Unidos, se financia a través
de becas o préstamos personales para los alumnos que la eligen) y la regulación
desde abajo (la participación), aunque no así la regulación desde arriba
(normas generales, inspección).
Ni liberal, ni burocrático:
democrático
Cuando los médicos,
abogados, arquitectos y otros profesionales liberales no pueden afrontar
individualmente los costes de su actividad autónomo o alcanzar economías de
escala que los mantengan competitivos, se asocian en centros clínicos,
gabinetes, estudios, etc. con diversas fórmulas más o menos igualitarias. El
equivalente del ejercicio autónomo e individual en la enseñanza no existe,
pues, aunque los docentes pueden dar clases particulares o mantener academias
privadas, esto queda enteramente separado de la acreditación pública del
conocimiento que sólo pueden llevar a cabo las instituciones (a diferencia de
los certificados médicos, las prescripciones facultativas, los proyectos de
obra o la representación legal, que realizan directamente los profesionales).
El equivalente del ejercicio asociado tampoco, pues un grupo de profesores no tiene,
como tal, ninguna facultad que no tenga uno aislado. Lo más parecido a ello son
los centros de enseñanza constituidos como cooperativas de enseñantes,
pero salta a la vista que, por un lado,
no son una extensión de la fórmula profesional, sino de la fórmula asalariada
(cooperativas de trabajadores) y, por otro, no tienen validez sin la
autorización oficial. La licencia y el mandato, en suma, son ahora
institucionales, no personales (residen en la escuela y no en el profesor, como
también en la iglesia y no en el pastor, en la embajada y no en el diplomático,
en la policía y no en el agente, etc.)
La paradoja reside en que,
en la enseñanza privada, sólo una minoría de centros son cooperativas, siendo
la mayoría empresas capitalistas aunque de tamaño moderado, con un fuerte
componente familiar, o dependientes de órdenes religiosas y otras
organizaciones no meramente educativas y con su propia estructura de autoridad,
y cuyos miembros forman el grueso de los enseñantes —de manera que, por un
motivo o por varios, los docentes son asalariados claramente subordinados a la
propiedad-dirección del centro. En contraste, es en la enseñanza estatal,
también llamada pública, donde, al elegirse el equipo directivo entre y
por los profesores del centro (algo que al profesorado parece lo más natural
—excepto por la intervención de alumnos y padres—, pero que, de por sí, no lo
es más que lo sería la elección del obispo por los párrocos, del jefe por los
oficiales, del embajador por la legación, del jefe de negociado por los
funcionarios, etc.), se realiza en parte el ideal liberal. Tenemos, así, un
grupo, el profesorado, con el origen y las características formales de una
profesión burocrática pero con el ideal colectivo y la práctica informal de una
profesión liberal. El discurso de cada uno de estos modelos se legitima por las
insuficiencias patentes en la realidad del otro, pero ninguno de ellos está por
sí mismo a la altura del servicio público que la educación debiera ser.
El modelo liberal, centrado
en la autonomía del profesional entendida como delimitación de un ámbito de
competencias (en el que por definición es experto, el público lego y, los
demás, intrusos), hace agua porque el público, cautivo e indefenso (infantil e
inexperto el inmediato, el alumnado; poco informado y sin conocimiento directo
el mediato, las familias), no tiene capacidad de respuesta alguna, ni siquiera
la de retirarse, con lo cual los actos del profesional son siempre gratuitos
para su autor, con consecuencias sólo para los demás. El modelo burocrático,
centrado en la disciplina organizativa —disponibilidad personal, normalización
de los procedimientos, criterios impersonales, esprit de corps—, se
muestra inadecuado porque, por sí mismo, es incapaz de responder a la
diversidad, la complejidad y la imprevisibilidad de las situaciones que deben
afrontar profesionales y centros, ante las cuales cualquier proceso de
información y decisión centralizado es casi inevitablemente inferior a la
información local y la decisión sobre el terreno.
La cuestión es si, entre o
frente a los modelos liberal y burocrático, es posible una tercera vía
—con perdón— que llamaré el modelo profesional democrático. La elección
del adjetivo no es inocente, pues no se me oculta que, a priori, lo democrático
resulta siempre más atractivo que lo liberal (o así es, al menos en el
mundo de la enseñanza) y que lo burocrático (aun entendiéndolo en su
sentido más suave), pero no debe considerarse meramente interesada y
oportunista. Lo llamo democrático, versus burocrático, por dar cabida a
la participación, la elección y la opción de la clientela para hacer un
servicio público de lo que, en principio, correría el riesgo de limitarse a ser
una imposición estatal; y también, versus liberal, por estar sujeto a
este propósito de servicio público igualitario, en vez de quedar al albur de la
distribución individual de los recursos.
En consecuencia, lo
definitorio de la profesionalidad (aparte del nivel y la amplitud de la
cualificación necesaria) no sería ya la autonomía, la definición de una jurisdicción
como ámbito exclusivo de competencias, como en el modelo liberal; ni la disciplina,
la disponibilidad para los fines de la organización y la integración en el
cuerpo, como en el modelo burocrático. Sería el compromiso con los fines
de la educación, con la educación como servicio público: para
el público (igualitario, en vez de discriminatorio) y con el
público (participativo, en vez de impuesto). Las otras fórmulas ya las
conocemos: todo para el público, pero sin el público, es la del autoritarismo
estatal, aunque sea el despotismo ilustrado (o la ilustración despótica, o sea,
la educación impuesta), y la del profesionalismo burocrático; lo que diga el
público, pero sólo si puede pagarlo, es la del liberalismo antiigualitario
e insolidario, así como la del profesionalismo liberal.[9]
Los centros: agregados,
estructuras y sistemas
Una característica de la
educación actual es que, desde la perspectiva del alumno, cada vez depende
menos de la persona singular del profesor y más de la eficacia general de la
organización, ya que aumenta la multiplicidad de agentes que intervienen en el
proceso, en todo caso en la secundaria y en detrimento del maestro-tutor en la
primaria. Es más cierto que se puede sobrevivir a un mal docente gracias a un
buen centro que lo contrario. Los desafíos que se plantean a la educación
superan con mucho las capacidades del docente aislado, pero no tanto las del
equipo profesional del centro y de ninguna manera las derivables de la sinergia
entre el centro y su entorno.
En este contexto, cobran la
máxima importancia el funcionamiento de los centros como organizaciones y las
actitud de los profesionales de la enseñanza hacia ellas. Este funcionamiento y
esta actitud se pueden esquematizar en tres modelos de organización, o de
centro, que llamaré agregado, estructura y sistema.[10]
El centro-agregado sobrevive como una colección o suma de elementos (los
más importantes de los cuales, los profesores) que desarrollan cada uno su
función sin apenas coordinación con el resto: cualquier imprevisto es capaz de
desbaratarlo. El centro-estructura presenta un conjunto de relaciones
estables entre los elementos, racionalmente diseñado para un fin pero no
preparado para un entorno cambiante: una burocracia más o menos eficaz, capaz
de hacer frente a pequeños imprevistos para recuperar su equilibrio inicial y
seguir funcionando mientras no cambie el entorno. El centro-sistema
puede definirse como un conjunto de relaciones entre las relaciones, con
subordinación de los elementos y las relaciones aisladas al todo, flexible en
sí mismo y que puede ser cambiado para perseguir de otra manera los mismos
fines o para perseguir otros fines distintos.[11]
Ejemplo de centro-agregado
son esas escuelas en las que nadie quiere saber nada de nadie, cada uno es dueño
y señor de su aula, su contacto con la Administración se limita a no molestar
ni ser molestados, su equipo directivo reduce la intervención al mínimo y su
relación con el entorno consiste esencialmente en mantenerlo a raya; cualquier
cosa que rompa su equilibrio (estable) puede terminar con ellos o exigir una
intervención exterior. De centro-estructura, esos centros públicos o privados
eficientes como relojes… mientras no cambien las coordenadas en y para las
cuales fueron diseñados, sea por una reforma de la enseñanza, por la llegada de
un público escolar distinto del acostumbrado o por cualquier otra alteración
sustancial del entorno: son capaces de afrontar alteraciones para volver al
equilibrio anterior (homeostático) y la senda establecida, pero no de adoptar
nuevos derroteros. De centro-sistema,
aquellos centros innovadores en que la organización se concibe como un
instrumento al servicio de un fin (al servicio del entorno, del sistema más
amplio: la sociedad), lo cual implica que puede ser transformada cuando se
considere necesario para ello; pueden abandonar un estado de equilibrio para
buscar otro (dinámico) en la medida en que lo exijan su supervivencia o el
desempeño de sus funciones.
Un aspecto importante que
diferencia a estos tres tipos de centros (o de actitudes del profesorado hacia
los centros como organizaciones) es su relación con el público y la comunidad
entorno. Para el profesorado del centro-agregado, el entorno se reduce a una
colección de padres-pacientes (más pacientes que clientes, ya que están más
bien cautivos y desarmados, como corresponde al ejército enemigo después de la
victoria propia). La relación con ellos es uno a uno, prescriptiva, basada en
su dependencia, y cualquier cosa que vaya más allá de esto por parte de los padres
será vista como una intromisión o un exabrupto, si es que no como una agresión,
y, si es por parte de los colegas, como una concesión injustificada o una
salida de tono. Para el profesorado del centro-estructura, el entorno es una
comunidad de administrados, con un catálogo bien definido de derechos (ni uno
más) y de obligaciones (ni una menos), más o menos encarnado en la Asociación
de Padres, y con el cual la relación se basa en una estricta división del
trabajo y de las competencias. Como corresponde a los administrados, se les
reconocen derechos generales de información, petición, queja y hasta
iniciativa. Para el profesorado del centro-sistema, el entorno es la comunidad
a la cual se pretende servir (o para la cual se pretende desempeñar una función,
si se prefiere una expresión menos deferente) a través de la educación. Se
trata de la comunidad en su conjunto, incluidos, por tanto, todo tipo de
colectivos, asociaciones, movimientos, etc. —además, claro está, de la
comunidad en sí y de su representación institucional— y no solamente de los
padres de alumnos, aunque éstos, como público inmediato, sean también el sector
más concernido. Y se contempla a los padres (y, a fortiori, al resto de
miembros de la comunidad que no son ya, todavía o nunca padres de alumnos) no
sólo en su papel parcial y segmentario de tales (aunque también), sino como
ciudadanos, trabajadores, expertos, etc., es decir, como actores del proceso educativo y recursos
potenciales para el mismo, fuera y dentro del recinto, del calendario y del
programa escolares.
Existe una correspondencia
entre los modelos profesionales y el tipo de organización. El centro-agregado
se compagina bien con el modelo profesional liberal, ya que deja a cada cual
hacer lo que le parezca, como si hubiera de ser consciente y responsable de las
consecuencias de sus actos (como no es así, sino que en vez de afrontar la
respuesta del mercado se puede errar sin cesar con la seguridad que da el
Estado —o sea, como el profesional actúa aquí por su cuenta pero no a su
riesgo—, el resultado puede ser catastrófico). El centro-estructura se
compadece a la perfección con el modelo profesional-burocrático —como no podía
ser menos, ya que éste fue creado para aquél y aquél ha sido configurado por
éste—, pero con una tendencia al ritualismo burocrático[12]
(la inversión de la relación medios-fines, anteponiendo aquéllos a éstos, la
conservación de la organización y sus rutinas al logro de sus fines) que puede
resultar fatídica —y, en todo caso, paralizante— en un contexto de cambio y
diversidad. El centro-sistema reclama y exige el modelo profesional
democrático, ya que sólo la profesionalidad entendida como compromiso
con los fines, y no como jurisdicción ni como disciplina, es compatible con la
flexibilidad (reformabilidad) de la organización y con su apertura al entorno
(participación del público y otros sectores implicados).
Ahora podemos, en
consecuencia, señalar un motivo adicional por el que hemos querido denominar a
este modelo profesionalidad democrática. Primero, porque entraña una potenciación
(empowerment, dirían los norteamericanos) de la comunidad como instancia
educativa y como participante en el proceso escolar. Segundo, porque no se
concibe el poder (la capacidad) como un juego de suma cero, en el que alguien
tiene que perder para que otro gane (en el que el público tiene que perder para
que el profesional gane), sino como un proceso cooperativo en el que todos
pueden ganar (si es que de eso se trata) al mismo tiempo, y hacerlo en favor de
la educación. Tercero, porque supone, en particular, un reforzamiento del papel
de los padres de alumnos (así como de los alumnos, a medida que progrese su
edad) y de la comunidad en torno a la escuela.
Diversidad, cambio y
profesionalidad
¿En qué consiste el saber
específicamente profesional? ¿En qué se diferencia del de un operario experto o
el de un científico? Permítaseme una interpretación, discutible como cualquier
otra o más, pero que me parece sugestiva. La cualificación, entendida como el
conocimiento pertinente y relevante para la producción, consiste en saber
aplicar el procedimiento oportuno para la realización de una tarea determinada.
Pero hay grados.
Aplicar procedimientos
ya establecidos a tareas, aun con distinto nivel de dificultad y distintos
requisitos de habilidad, es lo que podemos llamar conocimiento operativo.
Decidir cuál de los procedimientos disponibles es el adecuado para una tarea o
un problema singulares, esto es, realizar un diagnóstico, es lo que
podemos llamar conocimiento profesional. Por último, crear
procedimientos nuevos para tareas nuevas (o viejas), ser capaz de innovación,
es lo que podemos llamar conocimiento científico. La mayoría de los
empleos comprenden distintas mezclas de estos tres tipos de conocimiento, pero
podemos caracterizarlos por el tipo que predomina en ellos. En general, no
obstante, los estadios ulteriores, o más creativos, requieren en considerable
grado a los anteriores (el investigador, por ejemplo, debe realizar actividades
diagnósticas en el proceso investigador y practicar rutinas en los protocolos
experimentales), si bien los estadios ulteriores pueden requerir poco o nada a
los ulteriores.
El conocimiento profesional,
la capacidad de diagnóstico, consiste en decidir acertadamente la rutina
indicada para la tarea o el problema singulares. Así, por ejemplo, esperamos de
un médico, ante todo, que identifique el caso y prescriba el tratamiento
adecuado (diagnóstico), no que sea especialmente hábil manipulando una
articulación (rutina cuyo dominio esperamos del quiropráctico), ni que invente
nuevas técnicas para nuestro caso o descubra en nosotros una nueva enfermedad
(innovación que se espera de los investigadores). Si, además, es hábil o
creativo, mejor, aunque no tenemos derecho a pedirle tanto. Sin embargo, este
tipo de conocimiento no excluye los otros. Un médico de cabecera, por ejemplo,
utiliza un conocimiento operativo cuando asalta al paciente con la batería de
preguntas o pruebas asociadas a algún tipo de síndrome aparente y crea un
conocimiento científico cuando acude a un congreso con una comunicación propia
estudiando una veintena de casos. Lo mismo puede decirse del enseñante que, por
un lado, sigue una secuencia preestablecida de operaciones para enseñar una
fórmula y, por otro, experimenta un nuevo proyecto tecnológico en el
laboratorio.
Pero, si algo puede hacer de
los docentes, efectivamente, una profesión, en el sentido fuerte, es lo que
hemos denominado conocimiento profesional, esa capacidad diagnóstica, la
capacidad de encontrar las formas de aprendizaje y enseñanza adecuadas para
diferentes problemas e individuos. ¿De dónde vienen los diferentes problemas?
De la variación y diversidad de los objetivos de la educación. ¿Y los
diferentes individuos? De la creciente diversidad social y del acceso de nuevos
grupos a los distintos niveles y ramas escolares. La diversidad ha inundado de
forma ruidosa la escuela y amenaza con desbordarla. Por un lado, la diversidad
categorial, colectiva, debida a la incorporación de nuevos sectores (los
inmigrantes a todos los niveles escolares, las clases populares a los niveles
superiores y las ramas académicos a los que antes accedían con cuentagotas y ya
asimilados) o al afloramiento, la salida del armario, de otros que ya
estaban o estaban a medias (gitanos que ya no pueden ser subsumidos e ignorados
como tales en el capítulo de los pobres, grupos migratorios interiores
que exigen el respeto de su identidad en el contexto de acogida, por no hablar
ya del mero reconocimiento, y fomento, de las nacionalidades y otras
comunidades territoriales). Por otro lado, la diversidad individual, debida al
esfuerzo integrador dirigido hacia alumnos caracterizados por discapacidades
diversas y al simple reconocimiento de la libertad individual y de sus efectos.
A esto se une la aceleración
del cambio social, de ritmo ya intrageneracional, que obliga a organizaciones y
profesionales de la enseñanza a una constante readaptación en un entorno
turbulento (incluso, lo que no debiera ser el caso, para permanecer en el mismo
sitio), pues la escuela y el profesorado no son ya por definición los agentes
del futuro, sino tan una solo parte del presente, tan zarandeada por el cambio
como cualquier otra y en peligro de convertirse en un residuo del pasado.
Partiendo de una situación
en la que la escuela era innecesaria para la mayoría de la población, pues la
familia y la comunidad inmediata se bastaban y sobraban para socializarlos e
incorporarlos a un mundo prácticamente idéntico de una generación a otra,
pasamos a otra en la que enormes cambios en las formas de vida y trabajo
(industrialización, asalarización, alfabetización, urbanización,
juridificación, formación de las naciones, ciudadanía, democratización…, lo que
podemos resumir como modernización), lo
cual fue la base del desarrollo y la universalización del sistema escolar, como
institución, y del profesorado como cuerpo. Esto dio lugar a la época dorada de
la escuela, ese gran instrumento modernizador, y de sus agentes, los
profesores. Pero nada dura siempre, y ahora pasamos a una nueva situación en la
que, por la aceleración del cambio, la escuela, sin dejar de ser necesaria, ya
no es suficiente —lo mismo que, antes, le sucediera a la familia—, pues las
nuevas formas de vida, trabajo y ciudadanía no esperan para sustituir a las
viejas a que una ordenación vigente del sistema educativo se agote por sí sola
ni a que una generación de profesores llegue a la jubilación tras cubrir su
ciclo profesional en un mundo invariante. El cambio social requiere una y otra
vez cambios en el sistema educativo y una constante y profunda actualización
del profesorado, con independencia de que podamos acertar o errar en el
diagnóstico de las necesidades y de las posibilidades.
Cuando los alumnos eran
iguales o podían ser forzados a actuar según un patrón común y tratados de
manera uniforme, como un único alumno-tipo al que se aplicaba un solo modelo de
enseñanza, y cuando objetivos y contenidos parecían inamovibles y eternos, el
maestro y el profesor tenían suficiente con un conocimiento puramente
operativo: así se enseña a leer, así se explica la geografía, etc. Los maestros
podían formarse con unos estudios tempranos, breves, no universitarios y de
dudosa calidad, a la vez que los licenciados pasaban a docentes con una
capacitación específica puramente pro forma.[13]Hoy,
la formación inicial de los maestro se muestra a todas luces estrecha,
superficial, insuficiente; la de los profesores procedentes de licenciaturas
especializadas temáticamente, inespecífica y demasiado ajena a su posible
conversión en docentes; y, la de todos, menos suficiente por sí misma y más
necesitada de ser complementada o transformada por la formación permanente
ulterior.
No deja de ser chocante, sin
embargo, que muchos docentes rechacen hoy hacer frente a esa diversidad,
pidiendo su supresión o que lidien con ella otros grupos profesionales. Esta
negativa —generalmente planteada en nombre de una concepción limitada y
restrictiva de la profesionalidad— a afrontar todo lo que se aparte de la
norma, del caso típico del alumno típico en las circunstancias típicas, provoca
de hecho la entrada en la escuela de otras profesiones (psicólogos,
trabajadores sociales, educadores de calle…) o produce la diferenciación
interna de la propia profesión, con el posible desenlace de que terminen por
desgajarse otros grupos profesionales (orientadores, profesores de educación
compensatoria, educadores sociales…).[14]
Por otra parte, también para
las organizaciones supone esto nuevos requisitos de flexibilidad y apertura.
Flexibilidad, o capacidad de transformarse para mejor conseguir sus fines,
incluso para cambiar de fines. Y apertura, o capacidad de intercambiar
información y recursos con el entorno, pues los propios de la organización no
pueden ya ser suficientes. Pero esto significa, de nuevo, organizaciones
capaces de funcionar como sistemas orgánicos, lo cual requiere una profesión
orientada por un modelo democrático.
El papel del modelo
profesional
¿Cuál puede ser la realidad
—ontológica, podríamos decir— de un modelo profesional? Estado y
mercado, que han ocupado buena parte de nuestro argumento, son realidades
sólidas arraigadas, consistentes en pautas de conducta establecidas y haces de
expectativas compartidas por la generalidad del cuerpo social. Los modelos
profesionales burocrático y liberal, asentados en tan añejas instituciones, no
necesitan, por tanto, una base nueva ni propia.
El estatuto del modelo
profesional democrático, sin embargo, es necesariamente distinto, al igual que
el de la educación como servicio público, si esto ha de significar algo más que
el lema legitimador de una profesión o de una rama del Estado. El modelo
profesional se ubica, ante todo, en el plano de la moral colectiva, del deber
ser. No por casualidad se reúnen en él algunas de las características que,
formando parte de las legitimaciones de los modelos liberal y burocrático,
resultan más ajenas a la realidad de ambos. Es, en suma, una guía para la
acción individual y colectiva, un objetivo a perseguir, no un punto de partida
ni un hito ya logrado.
Pero por ello mismo podemos
también decir, y hemos de decir, que la profesión democrática es la mediación
que puede hacer de la educación un derecho, en vez de una mercancía o una
imposición; la que ha de convertir los centros de enseñanza en escuelas
públicas, en vez de privadas o estatales; la que debe transformar las
organizaciones escolares en sistemas flexibles y abiertos, en vez de montones
desordenados de individuos o burocracias más o menos petrificadas; la que puede
poner en marcha la sinergia entre los recursos personales, organizativos y
comunitarios con que hacer frente a la diversidad y el cambio en la educación;
en suma, la que debe lograr que el sistema educativo sea o se acerque a ser un
verdadero servicio público, en vez de dejarlo sometido a la dinámica del Estado
o del mercado.
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[1] Trabajos pioneros y señeros sobre el poder de las profesiones son los de Johnson (1968), Freidson (1970, 1986) y Collins (1979).
[2] Véase Fernández Enguita, 2000a,b, 2001a,b.
[3] Sobre la relación entre la profesión y la clientela, véase Larson (1977).
[4] Illich, 1970, 1973.
[5] Véase, por ejemplo, Starr (1982), para el caso de la medicina.
[6] Esta visión de los profesionales —ciertamente algo apologética— es compartida por autores como Hughes (1958, 1959), Parsons (1939, 1954, 1959), Wilensky (1964) y Goode (1960).
[7] Lo que Weber llama el cuadro administrativo burocrático (Weber, 1922: I, 175ss.).
[8] Hay una amplia bibliografía sobre la contraposición Estado-mercado: por ejemplo, Lane (1985), Arrow (1974), Coleman (1974, 1982), Hirschman (1970), Williamson (1975), Lindblom (1988).
[9] A pesar de que el sentido primigenio del adjetivo liberal, aquí, es precisamente el opuesto: la pretensión de que la profesión ofrece sus servicios desinteresadamente, como de regalo, de donde también la expresión honorarios, pues tales servicios no tienen precio y no cabe pagarlos sino sólo (tener el honor de) agradecerlos.
[10] Tomo esta terminología de Wilden (1972) e Ibáñez (1985).
[11] He desarrollado esta problemática en Fernández Enguita (2000a).
[12] Tal como lo ha definido Merton (1957).
[13] No entraré aquí en la caracterización de los maestros como una semi-profesión de formación limitada, asalariada, feminizada, etc., que puede ahora dejarse de lado. A este respecto, véase Simpson y Simpson (1969) y Etzioni (1969).
[14] Véase Fernández Enguita (1999: cap. VIII).