Mariano
Fernández Enguita
Universidad
de Salamanca
Departamento
de Sociología
Aquí yace un contador
que jamás erró una
cuenta
a no ser a su favor
Una característica de
la sociología (sea a secas, de la educación o de cualquier otra especialidad)
por la que muchos sociólogos optamos por ella, de la que nos sentimos
particularmente satisfechos y orgullosos y por la que una buena parte del público
se siente atraída, es, sin duda, su capacidad crítica, y de modo más específico
su distanciamiento y su crítica de los poderes constituidos. Se trata, en ese
sentido, de una ciencia incómoda y, por tanto, no siempre bien recibida.[1]
En el ámbito de la educación no lo era a menudo cuando, influida por las teorías
de la reproducción, presentaba a las instituciones escolares como un
inmenso aparato dedicado a pleno rendimiento a reproducir el sistema social, a
través tanto de sus estructuras más generales como de las prácticas de sus agentes.
No lo era, al menos, por el profesorado, aunque sí por el estudiantado (de
mayor edad, como es lógico) y otros actores más débilmente relacionados con la
escuela. Sin embargo, la resaca provocada por la saturación de las teorías de
la reproducción, que vino en forma de teorías de la resistencia, cambió
drásticamente el panorama y las relaciones de la disciplina con el público
docente. Al apuntarse a la autonomía individual y colectiva de los actores, antes
que nadie los docentes, la sociología contribuyó a dividir el mundo escolar en
dos: de un lado el entorno y las instituciones mismas, fundamentalmente
malos, y, del otro, los principales actores, los profesores, fundamentalmente
buenos.
A partir de ahí, la
sociedad sería teorizada como una fuente permanente de problemas (vista como
tal ya lo era antes, pero ahora el teórico acudía en ayuda del práctico).
Un mercado dispuesto a desmantelar el servicio público; unas familias que no
comprenden ni apoyan a los docentes; una sociedad confundida moral y políticamente;
una infancia desorientada por el consumismo y los malos hábitos familiares; una
juventud mal encaminada por la influencia de los medios de comunicación y de la
calle... y así hasta mil. Del otro lado, un profesorado ignorado,
incomprendido, hostigado, no apoyado, abandonado, maltratado, mal pagado, etc.,
etc., pero plenamente entregado a la noble tarea de educar, incluso desapegado
a lo material, centrado en su labor sin otro estímulo que la vocación y apenas
preocupado por conseguir su dignificación. Este cuanto de hadas (nosotros, los
profesores) y ogros (los demás) ha terminado por convertirse en una suerte de
discurso dominante, nuestro muy particular pensamiento único, salvo para
contados individuos y reducidos sectores que son contemplados con estupor y
asombro por el colectivo, y para un sector adicional, y más amplio, que rumia
contra ello en privado pero no suele manifestarse en público.
Debería holgar decir
que esta visión maniquea, en blanco y negro, de la institución y la sociedad difícilmente
puede tener algo que ver con la realidad ni con la verdad. Es, sin duda, un
recurso político frente a la sociedad y un valioso instrumento de cohesión
colectiva y autoafirmación y autojustificación individuales, pero también es,
en todo caso, un tremendo engorro para el análisis, la primera piedra con la
que tropieza todo intento de comprender la realidad de la enseñanza, sus
evidentes problemas y sus posibles soluciones. Pero lo interesante del fenómeno
son, quizá, otros dos fenómenos. En primer lugar, la enorme capacidad del
profesorado para asumir ciertos constructos legitimadores que sirven a sus
intereses, constructos que con frecuencia son aceptados y extendidos contra
toda evidencia, pero que se extienden como la pólvora hasta alcanzar tal ubicuidad
y tal intensidad autoafirmativa que terminan por convertirse en poco menos que
verdades reveladas, no susceptibles de verificación. Ejemplos de ello podrían
encontrase en los supuestos ampliamente extendidos (ciertos o no, pero
raramente fundamentados) sobre las bondades de la jornada única, la certidumbre
de que toda reforma requiere más dinero y medios, el no reconocimiento de la
función docente, etc. Probablemente todos los colectivos sociales recurren a
este tipo de imaginarios funcionales a sus intereses, pero el caso del
profesorado resulta particularmente preocupante por la candidez (interesada o
no) de sus ideologemas y por el hecho de ser ellos quienes deberían enseñar a
pensar imparcial y críticamente a las nuevas generaciones.
En segundo lugar, la
propia debilidad de las ciencias sociales, de las ciencias de la educación, y
en particular de la sociología, a la hora de ofrecer una visión más ponderada
tanto de los poderes sociales con los que pueden verse enfrentados los docentes
(una visión menos unilateralmente negativa de los mismos, ya que al fin y al
cabo, derivan de la voluntad de la sociedad, ya sea como articulación de su
voluntad colectiva, en el Estado, o como agregación de sus decisiones
individuales, en el mercado, por muchos condicionamientos y distorsiones que
puedan darse en uno y otro) como de ellos mismos en cuanto poder: poder
colectivo, corporativo, frente a la sociedad y poder institucional e individual
frente a los alumnos, las familias y otros grupos de trabajadores de la
enseñanza (una visión menos apologética e incondicional, en concreto más atenta
a que el saber —o su apariencia— es también poder).
Las páginas que siguen
son una reflexión, sin duda inmadura, sobre este segundo problema. No pretenden
ofrecer una revisión, ni exhaustiva ni suficiente, del papel del desempeño de
la sociología de la educación en este ámbito. Van, directamente, al corazón del
asunto y ofrecen un intento de explicación basado un reducido número de
hipótesis sobre el propio desarrollo de los distintos poderes sociales, de la
interpretación de los mismos y de la relación de los intérpretes con lo
interpretado.
Una
visión algo maniquea del binomio escuela-sociedad
Resulta cada vez más
difícil asistir a una reunión de profesores sin oír a alguien tronar contra el
mercado, sobre todo, y, en menor medida, contra la burocracia. Lo primero puede
desarrollarse, en las distancias cortas, como una crítica de la evaluación (la
del profesorado, por supuesto), la elección de centro (por los padres, claro está),
los criterios de calidad de las familias, la educación en la competitividad,
etc.; en las distancias medias, como una crítica de la enseñanza privada, del
abandono o los presuntos intentos de privatización de la pública y de otras
políticas supuestamente dirigidas contra ésta; y, en las largas, más
ambiciosamente, como una condena del neoliberalismo, de la globalización, del
pensamiento único y de otros males del fin de milenio. Lo segundo puede
desenvolverse como crítica a la incapacidad de la Administración o a su
insensibilidad ante las necesidades de los centros, a las intromisiones de la
Inspección y a las pretensiones de algunos directores, o como hostilidad
sistemática hacia cualquiera que abandone el aula. Frente a esto aparece la
profesión docente, dotada de una gran altura de miras (siempre preocupada por
su “dignificación”, pero no por su salario), vocacionalmente entregada (pues,
de otro modo, ¿quién iba a querer hacer ese trabajo?), sometida a toda suerte
de tensiones estresantes (como lo demostrarían su elevado absentismo los
sesudos estudios sobre el burnout) y pendiente sólo del bienestar de los
alumnos. Todo está mal menos la profesión, que, afortunadamente, es estupenda.
El panorama no es
distinto entre los “expertos”. Donde quiera que hablemos, el enemigo número uno
es el mercado, el capital, el gobierno neoliberal (todos lo son, aunque unos
más que otros); después viene la burocracia, insufrible siempre aunque no tan
amenazante en última instancia; en cuanto al profesorado, cada uno de nosotros
podría recitar un interminable rosario de barbaridades, pero las desdeñamos
como casos particulares que no deben empañar el buen hacer del conjunto ni conducirnos
a olvidar quiénes son los responsables últimos (capitalistas, burócratas) o cuáles
son las causas estructurales (el mercado, el Estado).
Mi hipótesis es muy
sencilla: esta representación ideológica tiene muy poca relación con la
realidad. Obedece, en primer término, a que estamos muy bien equipados para
criticar el mercado, medianamente preparados para criticar al Estado y
absolutamente ayunos de instrumentos teóricos con los que captar la realidad de
las profesiones; en segundo término, a que, después de todo, dentro de la
Universidad y/o fuera de ella somos los formadores del profesorado, y eso nos
convierte implícitamente en representantes de sus intereses y voceros de sus
creencias, y se espera que nos comportemos en consecuencia; last but not
least, reforzamos nuestras convicciones repitiéndonos las mismas cosas los
unos a los otros y diciendo a nuestro público lo que, de antemano, ha venido a
oír. Por supuesto, no pretendo que sea sólo eso, ni enteramente eso, pero sí
que siempre hay algo de eso. En este trabajo me ocuparé exclusivamente del
primer aspecto.
Lo que digo vale más
para otras ciencias de la educación y para otras ciencias sociales concentradas
sobre ella que para la sociología, creo, pero ésta no escapa al problema. En la
pedagogía y sus ramas más o menos heréticas (la didáctica, la teoría,
etc.), muy particularmente, parecen estar desarrollándose una suerte de interminables
juegos florales dedicados a ver quién halaga más y mejor el ego colectivo del
profesorado, asignándoles, a él y a su trabajo, etiquetas cada vez más
complacientes: investigación-acción, profesionales críticos, profesores
como intelectuales... En el ámbito de la sociología, y sobre todo de la
sociología crítica, la capacidad de ser crítica parece detenerse a las puertas
de la profesión. Congresos, simposia, recopilaciones y monografías llaman una y
otra vez la atención, desde el mismo título, sobre las amenazas o presiones que
el sistema escolar y la educación sufren desde el mercado o desde las políticas
neoliberales, pero lo hacen bastante menos sobre la dinámica propia y autónoma
del Estado —al que, al fin y al cabo, pertenecen tanto el derecho-obligación a
la educación como la escuela pública o su profesorado— y mucho menos, o apenas
nada, sobre la dinámica y los interses de la profesión docente como tal, los cuales
aparecen siempre diluidos tras un discurso de defensa de la educación en
general y de la escuela pública en particular.
Propiedad, autoridad y cualificación
Cualquier sistema
dinámico es una combinación de materia, energía e información. En el
sistema económico, la “materia” son los medios de producción (instalaciones,
maquinaria, materias primas, productos semitransformados, energía no humana);
la “energía” es la fuerza de trabajo, la única capaz de mover a la
materia, económicamente inane por sí misma; la “información” es el conocimiento
(técnico y social, es decir, sobre las relaciones entre las cosas, con las
cosas y entre las personas) relevante a efectos de la producción o la distribución.
En las sociedades
primitivas, o en las economías de subsistencia, la materia, la energía y la
información no están concentradas, sino más o menos igualitariamente
distribuidas. Tanto en la caza-recolección como en la economía familiar de
subsistencia (campesinado autosuficiente) o en la pequeña producción mercantil
(agricultura comercial pero independiente, artesanado no monopolista, pequeño
comercio no capitalista), cada cual tiene acceso a una parte más o menos
suficiente de tierra u otros medios de producción, se basta con su fuerza de
trabajo y domina las técnicas pertinentes. Pero, a medida que se extienden la
cooperación y el intercambio, algunas personas o grupos pasan a controlar
grandes cantidades de medios de producción, de fuerza de trabajo o de
conocimiento. La industrialización es, en buena medida, ese proceso de
movilización de grandes masas de medios de producción, grandes grupos de
trabajadores, grandes dosis de saber, para la producción. Pues bien, el control
diferencial de esos tres tipos de recursos: materia, energía e información,
consiste, respectivamente, en la propiedad, la autoridad y la cualificación.
Hablo, claro está, de
niveles altos y relevantes de propiedad (sobre los medios de producción, no de
consumo), de autoridad (sobre colectivos de trabajadores) y de conocimiento
(técnica u organizativamente útil). Esa es, podría decirse, la función
social de la propiedad, la autoridad y la cualificación: hacer posible la
cooperación y el intercambio a gran escala. Pero la otra cara de esta función
es el poder: quienes desempeñan el papel de movilizar esos medios de
producción masivos, coordinar y dirigir esas grandes cantidades de trabajo
o aportar esos conocimientos complejos
y escasos, ejercen un poder directo o indirecto sobre los demás implicados en
la cooperación, que pueden ejercer tanto en el proceso mismo de producción
(dominación) como en la apropiación de una parte desproporcionada de los bienes
y recursos producidos por ella (explotación). El Cuadro 1 resume esta triada.
El
sistema social y el control de los recursos
|
MATERIA |
ENERGÍA |
INFORMACIÓN |
En
el sistema económico |
Medios
de producción |
Fuerza
de trabajo |
Conocimiento
pertinente |
Control
diferencial |
PROPIEDAD |
AUTORIDAD |
CUALIFICACION |
Tipo
de capital |
Económico |
Social |
Cultural |
Grupo
privilegiado |
Burguesía |
Burocracia
|
Profesiones |
Si esto es así, el
panorama no estaría constituido por dos poderes —la propiedad y la autoridad—
y, frente a ellos, la ciudadanía, el pueblo llano, encabezado, al menos en
relación con las cuestiones educativas, por el profesorado como vanguardia
ilustrada y desinteresada. Por el contrario, tendríamos que interrogarnos
también sobre ese tercer poder, y tal vez sobre él ante todo, al ser, a
priori, el más específica y directamente vinculado a la enseñanza.
Marx,
pasado por Weber
Marx, el principal y más vehemente crítico del
mercado y de la propiedad, situó en el centro de su diagnóstico de la sociedad
capitalista la idea de que, en contraste con otras formas históticas, en ésta
el productor había sido separado de los medios de producción. Pero, en uno de
esos momentos de lucidez que se dan pocas veces en la historia de la teoría,
Weber no sólo suscribió, excepcionalmente, la visión marxiana, sino que propuso
extenderla a un terreno más amplio:
Ese fundamento económico decisivo, o sea
la "separación" del trabajador de los medios materiales de trabajo ‑‑de
los medios de producción en la economía, de los medios bélicos en el ejército,
de los medios materiales administrativos en la administración pública, y de los
medios monetarios en todos ellos, de los medios de investigación en el
instituto universitario y en el laboratorio‑‑ es común, como tal
fundamento decisivo, tanto a la empresa político-militar estatal moderna como a
la economía capitalista privada. (Weber, 1922: II, 1061)
Podríamos reducir esta
serie de separaciones, o expropiaciones, a tres, refundiendo dos o tres de las
de Weber y ampliando una de ellas. Primero, la separación o expropiación de los
medios de producción, entre los que incluiremos el dinero —los medios de crédito—
en vez de destacarlo. Segundo, la separación o expropiación de los medios de
administración, entre los cuales han de incluirse los bélicos que son su ultima ratio. Tercero, la separación de
los medios de saber, o de conocimiento, que además de la investigación, o
creación de conocimiento nuevo, particularizada por el universitario Weber,
incluye, y quizá antes que nada, la educación en general y la formación para el
trabajo en especial, es decir, la adquisición del conocimiento ya existente. El
Cuadro
2 expresa esta idea en forma esquemática.
Marx, reformulado por
Weber
Tres
procesos de separación o expropiación, según Weber |
|
Tres
dimensiones o factores de clase |
De
los MEDIOS DE PRODUCCIÓN (y de CRÉDITO) |
Þ |
PROPIEDAD |
De
los MEDIOS DE ADMINISTRACIÓN (y de GUERRA) |
Þ |
AUTORIDAD |
De
los MEDIOS (DE CONOCIMIENTO (y de INVESTIGACIÓN) |
Þ |
CUALIFICACIÓN |
En definitiva, se
trata del control sobre los elementos necesarios para la cooperación, directa o
indirecta, en la producción. Ocupa una posición de ventaja, privilegiada y potencialmente
explotadora, quienquiera que controle el nexo social y cualquiera que sea éste.
No hay nada de
sorprendente, pues, en que la tradición marxista haya sido esencialemente
reduccionista, tendente a subsumir la crítica de la autoridad y de la
cualificación en la crítica de la propiedad, al considerar los procesos
atinentes a aquéllas como meros epifenómenos del proceso siempre central
concerniente a ésta. La tradición weberiana, en cambio, desde el propio Weber,
pasando por Lenski, hasta Giddens y Parkin y el recientemente converso Wright,
ha sostenido siempre una visión multidimensional de la estratificación y el poder
sociales, aunque en versiones de distinto valor.
Tres
revoluciones industriales
Es posible que nuestro
desigual bagaje tenga que ver, después de todo, con la secuencia de la
aparición y el desarrollo de cada una de estas fuentes de poder y de riqueza:
la propiedad, la autoridad y la cualificación. La primera revolución industrial,
efectivamente, fue, sobre todo, una revolución en la escala de utilización de
los medios de producción. En parte tuvo lugar sin producir una concentración de
la fuerza de trabajo (que se mantuvo en buena medida como industria
domiciliaria) y en parte llevó a cabo esta concentración física pero
manteniendo los viejos hábitos de la organización del trabajo (como en el
trabajo por contratas o cuadrillas). La segunda revolución industrial, a principios
de este siglo, fue, sobre todo, la reorganización del trabajo (y del capital)
mediante reformas organizativas como el taylorismo, el fordismo y el
estajanovismo (y mediante el surgimiento de la gran corporación). La tercera
revolución industrial consiste, esencialmente, en la utilización masiva de la
ciencia y la técnica en el proceso productivo, en una escala y con ritmo de
sustitución antes inimaginables. Esta secuencia se refleja en el Cuadro 3.
Todo el proceso de
modernización económica ha sido y es, entre otras cosas, un proceso de
constante cambio en los medios de producción, de organización y de
conocimiento, pero cada revolución industrial ha desencadenado de manera
especial la explosión de uno de los factores mencionados. No es mera casualidad que, entre las cinco
mayores fortunas estadounidenses, acumuladas en poco tiempo, tres (Gates, Allen
y Ballmer) deban ser atribuidas a la cualificación,[2]
no a la propiedad ni a la autoridad; no se trata en origen de grandes propietarios,
ni de altos directivos, aunque con ello hayan llegado a ser ambas cosas, sino
de individuos que han dado con algún tipo de conocimiento que los demás no
poseían y por el que estaban dispuestos a pagar, y han sabido organizarlo como
un lucrativo negocio. Hace un siglo los nombres habrían sido los de los barones
ladrones, DuPont, Rockefeller, Carnegie, etc., fabricantes de productos tan
sólidos y pesados como el caucho, el petróleo o el acero y con la violencia
privada y el poder público a su servicio.
Tres revoluciones
industriales
|
PROPIEDAD |
AUTORIDAD |
CUALIFICACIÓN |
Revol.
Industrial |
Primera
|
Segunda |
Tercera |
Periodo
y primer
escenario |
Siglo
XVIII Europa |
Comienzo
siglo XX EEUU,
URSS |
Final
del siglo XX Global,
disperso |
Revoluciona
la escala de |
Los
medios de producción |
Los
medios de organización |
Los
medios de conocimiento |
Manifestación |
Manufactura,
mecanización |
Taylorismo,
fordismo |
Nueva economía, empresa-red |
Los maestros, desde
luego, no son Gates, pero creo que esta curiosidad anecdótica representa bien
las tendencias actuales. Los mercados, con el capital al frente, siguen ahí;
las organizaciones, con los directivos a la cabeza, también; pero tanto en un
escenario como en otro han estado siempre, están y estarán, y refuerzan progresivamente
su posición, las profesiones, el sector cualificado del trabajo. En el mercado,
porque pueden hacer valer la escasez de su conocimiento, al igual que los especuladores
hace valer la escasez de su mercancía o los capitalistas la escasez de capital.
Si el argumento es
cierto, las profesiones, como núcleo fuerte de las nuevas capas sociales que
basan su poder en el conocimiento, serían el grupo en ascenso, aunque ello no
signifique un desvanecimiento de los anteriores. Por supuesto que las ventajas
basadas en ese conocimiento pueden convertirse a esos equivalentes universales
que que son la autoridad y el dinero. El profesional se convierte fácilmente en
directivo (de ahí cierta obsesión sociológica por la clase
profesional-directiva) y, en última instancia, en capitalista. Pero esta
facilidad para transfigurarse, muy lejos de los dolores del burgués para lograr
el control efectivo de la fuerza de trabajo o para hacerse con el marchamo de
la cultura, indica precisamente el nuevo poder de la cualificación, no su
supeditación a la propiedad ni a la autoridad.
Estrategias
grupales e individuales
El conocimiento, la
cualificación, los diplomas escolares son, como decía Weber, capacidades de
mercado al mismo título que cualesquiera otras.[3]
Pero también en las organizaciones, donde monopolios legales y de hecho, así
como creencias y costumbres ya establecidas, hacen que aquéllas se constituyan,
desde el principio, como jerarquías bajo el control de ciertos grupos profesionales
(de los médicos en los hospitales, de los profesores en los centros de
enseñanza, de los farmacéuticos en los laboratorios...). El entorno
institucional del que hablan los neoinstitucionalistas,[4]
en el que las organizaciones se toman como modelos y se imitan las unas a las
otras, es, en gran medida, el sistema de las profesiones,[5]
es decir, de sus relaciones mutuas, con la sociedad global y con sus
clientelas. Es un craso error identificar el conjunto de las profesiones con
las profesiones liberales (medicina, abogacía, etc), pues, junto a éstas, y
antes que éstas, existen las profesiones burocráticas (militares, sacerdotes,
diplomáticos, diversos cuerpos administrativos, profesores...).
Estrategias de poder
|
PROPIEDAD |
AUTORIDAD |
CUALIFICACIÓN |
Grupo
|
Burguesía |
Burocracia
|
Profesiones
|
Escenario |
Mercado |
Organización |
Ambos |
Estrategia
colectiva |
Liberación
de la propiedad |
Técnicas
disciplinarias |
Cierre
jurisdiccional dual |
Estrategia
individual |
Transmisión
hereditaria (capital
económico) |
Transmisión
por redes sociales (capital
social) |
Transmisión
simbólica (capital
cultural) |
Cada uno de estos grupos privilegiados ha
protagonizado una prolongada y tenaz pugna colectiva por afianzar las bases de
su poder colectivas de su poder y por asegurar intergeneracionalmente la
permanencia en el grupo, como se recoge en el Cuadro 4.
La burguesía desarrolló un incansable combate por
llegar desde las formas condicionales de propiedad hasta la propiedad libre y
absoluta, es decir, por desvincular a la propiedad de cualquier lazo personal u
obligación comunitaria para colocarla por entero a disposición del propietario.
La burocracia, pública o privada, libró y libra todavía una batalla sistemática
por desplegar y desarrollar sus técnicas disciplinarias, de poder, y por
autonomizarse respecto de la burguesía y del Estado. Las profesiones, por su
parte, están permanentemente inmersas en un conflicto con sus empleadores y
reguladores, por un lado, y con su público, por otro. Tratan, frente a ambos,
de proteger las competencias que ya tienen y conseguir las que todavía no
tienen, a la vez que de alcanzar toda una serie de recursos, ventajas y
recompensas asociados a ellas. Esta batalla jurisdiccional puede calificarse,
parafraseando a Parkin, de cierre dual, pues el propósito de doble toda
profesión es, siempre, usurpar aquellas competencias que controlan
quienes se sitúan por encima de ella (como empleadores o administradores) y excluir
de su ejercicio y de su control a quienes se sitúan por debajo (como público o
clientela).
Además, todos estos grupos desarrollan, asimismo,
estrategias de reproducción y transmisión generacional de sus bases de poder.
La más obvia es, sin duda, la transmisión familiar de la propiedad (la
herencia), no obstante haberse visto limitada ayer por mayorazgos,
vinculaciones y otras instituciones y hoy por los impuestos sobre transmisiones
patrimoniales y otras normas. Menos obvia es la transmisión de la autoridad,
pero, sin necesidad de llegar a la detección de sagas familiares, parece
poco discutible que directivos, burócratas, etc., si bien no pueden legar sus
posiciones a sus hijos (en otro tiempo pudieron), sí que pueden introducirlos
en tramas difusas pero consistentes de influencia desde las que resulta más
fácil el acceso a posiciones de autoridad, no importa que decidamos llamarlas redes
sociales o, más castizamente, enchufes. En cuanto a la
cualificación, resulta patente el énfasis de los profesionales, altos, medios o
bajos, en transmitir su cualificación (o su nivel de cualificación) a sus
hijos, por ejemplo en los notablemente altos resultados escolares de los
alumnos procedentes de clases medias funcionales o en la alta presencia de
hijos de profesores públicos en escuelas privadas.
Legitimaciones
y críticas
Todos los grupos
privilegiados se alimentan de una visión ideológica y apologética de sí mismos
que tratan de imponer a la sociedad. Propiedad, autoridad y cualificación
cuentan con sus defensores y con sus críticos, ofrecen sus visiones utópicas de
la sociedad y se enfrentan a la deconstrucción de su discurso por analistas
hostiles (Cuadro
5). La gran diferencia no está ahí, sino en el hecho de
que, siendo distinta su fuente de poder, también lo son sus posibilidades de
defensa. Así como la burguesía o la burocracia siempre han necesitado de la
intelectualidad para obtener legitimidad, pero no para obtener recursos ni para
mantener el orden en un sentido inmediato, así, la intelectualidad, o en un
sentido más restrictivo las profesiones, puede tener dificultades para obtener
los recursos económicos que desea, o para reorganizar las instituciones a su
antojo, pero despliega todas sus capacidades y exhibe toda su eficacia a la
hora de ocultar las bases de su poder y disfrazar sus intereses como valores
universales.
La burguesía se vende
a sí misma a través de la ideología económica liberal, la teoría económica
neoclásica, el neoliberalismo, la sacralización del mercado y todas esas
colecciones de tópicos que suelen colocarse hoy bajo el epígrafe del pensamiento
único (si se quiere una muestra, visítese la biblioteca de un Departamento
de Teoría Económica). La burocracia lo hace a través de toda la literatura
directorial, managerialista, sobre estilos de dirección, formas de
estructuración, culturas organizativas, gestión de recursos humanos, etc., en
la que todo parece depender de la sagacidad de los directivos de las empresas y
las organizaciones de todo tipo (para esto, nada mejor que la librería de un
aeropuerto). Pero las profesiones también tienen su cantinela, y ésta suele ser
la de la meritocracia. Desde la República de Platón (el gobierno de
los filósofos), pasando por la República pedagógica (la III
República española, recuérdese) hasta toda suerte de representaciones
meritocráticas sobre la sociedad del conocimiento no hemos dejado, ni
por un momento, de intentar vender la idea de que no hay otra justicia
distributiva que la basada en la distribución del saber (la intelectualidad da
esto en tal medida por supuesto que ya no se molesta en justificarlo, pero está
implícito en su obsesión por la igualdad educativa y en sus lamentos por la
falta de correspondencia entre titulación y oportunidades económicas).
Michael Young describió
hace mucho la pesadilla que sería una sociedad en la que se hubiera alcanzado
el ideal meritocrático, con la consiguiente constitución de una aristocracia
más o menos hereditaria del conocimiento. Y, sin necesidad de ser sociólogo
crítico, el tendero puede afirmar que nacer listo no es más meritorio que nacer
rico, ni ser buen alumno que ser buen trabajador, ni ser intelectualmente inquieto
que arriesgar dinero; y el encargado de la empresa o el representante sindical
pueden argumentar que tampoco lo es menos nacer con carisma o con buenas relaciones
que con dinero o inteligencia, ni ser designado por el jefe o elegido por los
afiliados que ser aprobado por el maestro o por el examinador de turno. Es
decir, cada uno puede contar su vida y no sólo eso, sino incluso
proponerla como compendio de virtudes y modelo de conducta universal.
En correspondencia,
sin embargo, disponemos de instrumentos muy desiguales para enfrentarnos a las
pretensiones de estos poderes sociales. Puesto que la autoridad sobre las
personas es la forma mas antigua de poder, su crítica es también la más vieja y
sólida de todas las críticas. Está en lo que podemos llamar la tradición
liberal, libertaria y democrática, que en el Occidente democrático se
materializa hoy, esencialmente, en una crítica frente a la intromisión excesiva
del Estado y de las diversas burocracias públicas y privadas en nuestras vidas
y una demanda de mayor participación en los procesos de decisión colectiva.
Frente a la propiedad de las cosas, que es una forma de poder más reciente,
contamos con la tradición del pensamiento comunitario, socialista y, muy
especialmente, marxista, en particular la crítica del capitalismo, que, como
crítica puramente negativa, mantiene en buena medida su vigencia, a pesar de su
incapacidad de oponerle alternativas que, como remedio, no sean peores que la
enfermedad. No debe extrañarnos que, en la representación colectiva de la
sociedad que alimenta el profesorado, la propiedad pase a desempeñar el papel
de malvado principal y la autoridad sólo el secundario, pues el discurso del
profesorado (y el de sus portavoces) está dominado cuantitativa y cualitativamente
por el funcionariado docente. Si, por el contrario, indagásemos entre otros
intelectuales y profesionales más comúnmente instalados en la empresa privada,
como los ingenieros, encontraríamos que el villano principal es la autoridad
(la burocracia) y, la propiedad (el capital) apenas, una molestia.[6]
Pero frente a la cualificación, es decir, frente al poder basado en el control
del conocimiento escaso, apenas contamos con nada, pues tal control a menudo
pasa simplemente por ser un puro mérito. No hay nada de extraño en ello, pues
nadie lanza piedras contra su propio tejado. La intelectualidad ha estado
siempre muy dispuesta a la crítica de los demás y poco a la autocrítica; y las
profesiones se han sentido muy inclinadas a aplaudir la primera y poco a
escuchar la segunda. No se trata sino de un caso más o menos sofisticado de
combinación de una extraordinaria capacidad para ver la paja en el ojo ajeno
con una no menos extraordinaria incapacidad para ver la viga en el propio.
La penuria, sin
embargo, no es total. Weber, como hemos indicado, ya señaló la relevancia del
conocimiento como fuente de poder tanto en el mercado (la capacidad de
mercado) como en las organizaciones (las asociaciones hierocráticas).
Ambas ideas son claramente aplicables al sistema educativo, y de hecho lo han
sido con buenos y prometedores resultados. La idea de que las cualificaciones
(sean adquiridas o innatas) son una fuente de ventajas en el mercado de trabajo
ha sido particularmente desarrollada por los autores que forman lo que ha
venido a llamarse la corriente credencialista, quienes, desde sus
versiones más o menos suaves y eclécticas, como Parkin,[7]
hasta las más radicales y extremas, como Collins,[8]
ha insistido en el papel de los títulos escolares como instrumentos en la pugna
individual y colectiva por el poder y los recursos. Las similitudes entre la
escuela y la iglesia, entre la docencia y el sacerdocio, han sido señaladas por
autores como Bourdieu. Además, contamos ya con un importante acervo literario
sobre las profesiones, el proceso de profesionalización y el poder profesional,
tanto como relación vertical entre la profesión y el público (piénsese, por
ejemplo, en Larson)[9] cuanto como
relación horizontal entre unas profesiones y otras (en especial, Abbott).[10]
Quizá no esté de más recordar que una de las críticas más feroces que se han
hecho al sistema escolar, la de Ivan Illich, descalificada desde el neomarxismo
como neoliberalismo disfrazado, no culpaba de los problemas de éste al Estado
sino a la voracidad de las profesiones (en el mismo sentido iba su crítica del
sistema sanitario). [11]
Apología y crítica de
los tres poderes
|
PROPIEDAD |
AUTORIDAD |
CUALIFICACIÓN |
Apología |
Tª
neoclásica y neoliberalismo |
Marxismo
y managerialismo |
Estructural-funcionalismo |
Utopía
de orden |
La
mano invisible |
Ingeniería
social |
Gobierno
de los sabios |
Utopía
meritocrática |
Mercado
y sistema de incentivos |
Democracia
y selección de los |
Escuela
y selección de los mejores |
Crítica |
Socialismo |
Liberalismo |
Credencialismo |
Referentes |
Marx
|
Mill |
Weber |
Conclusiones
No pretendo con estas líneas, desde luego, estar
proponiendo un nuevo paradigma para la sociología de la educación, pero
sí llamar la atención sobre un necesario cambio de acento que podría resumirse
así:
1.
La
cualificación debe ser considerada como forma y fuente de poder económico y
social, al mismo título que lo son la propiedad y la autoridad, aun cuando, a
renglón seguido, deban señalarse las diferencias.
2.
Aunque la
cualificación comprende una gama de fenómenos más diversa, desde el trabajo
cualificado no monopolista (v.g. los antenistas) hasta las cualidades naturales
especiales con valor de mercado (v.g. los artistas), su núcleo fuerte está en
las profesiones y en el proceso de profesionalización.
3.
La presencia de las profesiones altera la
relación entre las organizaciones y el trabajo. Mientras que la propiedad y la
autoridad suelen imponerse sobre el trabajo no profesional, como sucede en ese
tipo específico de organizaciones que son las empresas., el trabajo profesional,
por el contrario, suele ser quien se impone a las organizaciones, como sucede
en las instituciones (escuelas, hospitales, administraciones...).
4.
Puesto que las profesiones se caracterizan por
un elevado grado de autonomía a la hora de determinar el objetivo y el proceso
de su trabajo, el análisis de las instituciones (en particular la escuela) ha
de centrarse en gran medida en el análisis de las estrategias profesionales (en
particular el profesorado).
5.
Este cambio de énfasis puede contemplarse como
parte de un desplazamiento de la atención de la estructura a la acción, de la
macro a lo micro, de los determinantes estructurales a las estrategias individuales
y colectivas, pero debe verse, ante todo, como una consecuencia de la especial
naturaleza de las instituciones y de las profesiones, que resulta
imprescindible captar para abordar el análisis de la educación.
REFERENCIAS
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Barcelona, Barral, 1974.
ILLICH,
I. (1973): “The professions
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PARKIN, F. (1979): Marxismo y teoría de clases, Madrid,
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SCOTT,
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WEBER, M (1922): Economía y sociedad, México, FCE, 2
vols., 4ª ed., 1977.
WEBER, M. (1972): Ensayos de sociología contemporánea,
Barcelona, Martínez Roca.
WRIGHT,
E.O. (1985): Classes, Londres, Verso.
[1] Fernández Enguita, 1988.
[2] Las dos primeras, Bill Gates y Paul Allen, fundadores de Microsoft, y la cuarta, Steve Ballmer, su actual director ejecutivo. Los otros dos son un inversor, Warren Buffett, y el rey de la venta de ordenadores por correo, Michael Dell.
[3] Weber, 1922: I, 246ss.
[4] Scott y Meyer: .
[5] Abbott, 1988.
[6] Esta era una vieja tesis de Alvin Gouldner.
[7] Parkin, 1984.
[8] Collins, 1979.
[9] Larson, 1977.
[10] Abbott, 1988.
[11]Illich, 1973, 1974.