LA ORGANIZACIÓN ESCOLAR:

AGREGADO, ESTRUCTURA Y SISTEMA

 

Mariano F. Enguita

Segundo ejercicio del concurso a la cátedra de Sociología,

U. Complutense, Dpto. Sociología VI,  julio de 1999

 

¿Por qué son tan decepcionantes, a menudo, las escuelas? ¿Por qué si, teóricamente, están formadas por profesionales vocacionales y responsables, si todos afirman y parecen ser conscientes de la importancia de la educación, sus resultados son tan discutibles? ¿Por qué lo que se supone eufemísticamente una comunidad de intereses o, al menos, de propósitos entre el profesorado, el alumnado y las familias suele revelarse más bien como una inacabable sucesión de desencuentros? La tesis que voy a argumentar es simple: la complejidad del entorno al que se enfrentan los centros de enseñanza requiere una organización y un funcionamiento correspondientemente complejos, pero los intereses particulares —sobre todo del profesorado— hacen que esa complejidad se reduzca al nivel mínimo, el imprescindible para la conservación de la organización en sí y de los nichos que los individuos ocupan en ella, en todo caso enormemente insuficiente para el buen desempeño de las funciones del sistema escolar para con el sistema social. Me serviré para ello de unos pocos conceptos de la teoría general de los sistemas que pueden, creo, arrojar luz sobre el problema.[1]

Aparte de su buena salud en al ámbito del análisis de las organizaciones (incluyendo prácticamente todas las disciplinas que confluyen en él: administración, sociología, economía, psicología...), la perspectiva de la teoría de sistemas viene aquí especialmente a cuento por dos motivos. El primero es que, a medida que pasa el tiempo y se desarrolla y complejiza el sistema educativo, la educación de los niños, incluidos los más pequeños (el cambio en este sentido es más espectacular, ahora, en la escuela primaria), depende cada vez menos de un profesor (su profesor-tutor) y cada vez más de un conjunto de ellos, con cada uno de los cuales tal vez la relación sea episódica, pero que en conjunto desempeñan un papel muy importante: maestros especialistas, profesores de apoyo, cuidadores del comedor, monitores de actividades extraescolares, etc.; por tanto, depende cada vez más de la organización y de su capacidad para alentar una empresa común a través de todos estos membra disjecta poetae. El segundo, que el entorno en que se mueve la escuela se hace cada vez más turbulento, tanto en un sentido transversal, sincrónico o espacial, como diversidad social e individual entre los alumnos, cuanto en un sentido longitudinal, diacrónico o temporal, como cambio en los fines proclamados y en los medios considerados idóneos o simplemente legítimos para su consecución, algo que se manifiesta claramente en la obsolescencia cada vez más rápida de las ordenaciones y reformas educativas (el modelo de la Ley Moyano,[2] de 1857, duró más de un siglo, aunque naturalmente con numerosos retoques; el de la LGE,[3] que ya nació cuestionada, apenas dos decenios; el de la LOGSE,[4] pergeñado por el gobierno anterior, ya es cuestionado y se encuentra bajo el fuego graneado del actual.)

Sistemas mecánicos, cibernéticos y orgánicos

Un centro de enseñanza es, por definición, una organización. Una organización es un conjunto de personas que coordinan sus actividades con vistas a un(os) fin(es). Toda organización humana puede ser contemplada como un sistema o, más exactamente, como un determinado tipo de sistema. Un sistema es un conjunto de elementos organizados en cierta forma y que puede ser más o menos delimitado tanto respecto de ellos como respecto de otros sistemas coexistentes o como parte (subsistema) de un sistema más amplio. Así, un centro de enseñanza es algo distinto de las personas (y los elementos materiales) que lo componen, de la parroquia o la empresa vecina y de la comunidad circundante o la sociedad global. Los trabajadores, el centro y la sociedad son todos ellos sistemas (biológicos, organizativo-burocrático, político-social), pero, desde la particular perspectiva del centro mismo, pueden contemplarse, respectivamente, como los elementos, el sistema y el entorno.

Los sistemas comprenden desde las estructuras estáticas o inertes, sean más o menos simples, como un arco romano, o complejas, como un cristal, hasta las más dinámicas, como un ser vivo o una sociedad. En todos los casos, no obstante, el sistema es, al menos en sentido lato, algo más que la suma de las partes, pues es las partes y su organización. Puesto que una escuela es siempre mucho más que un edificio, podemos restringir nuestro interés a los sistemas dinámicos, quizá los únicos que deban ser considerados sistemas en sentido estricto. Todavía entonces podemos discriminar distintas clases de sistemas según su nivel de complejidad. Se pueden hacer clasificaciones más detalladas, pero aquí nos conformaremos con señalar tres grados de organización y, por tanto, tres tipos de sistemas. En primer lugar, los sistemas mecánicos, de movimientos predeterminados y necesarios y que no pueden modificarse desde el sistema mismo; por ejemplo, un reloj. En segundo lugar, los sistemas cibernéticos, que son capaces de monitorizar su propio estado para mantenerse a sí mismos, pero no de modificarse; por ejemplo, un termostato. En tercer lugar, los sistemas orgánicos u organísmicos, que son capaces de procesar información y de intercambiar materia y energía con el entorno para modificarse a sí mismos; por ejemplo, una sociedad.[5]

Cuadro I

TIPOS DE SISTEMAS DINÁMICOS

 

MECÁNICO

CIBERNÉTICO

ORGÁNICO

Ejemplo ilustrativo

Reloj

Termostato

Ser vivo, sociedad

Apertura al entorno

Cerrado

Cerrado

Abierto

Equilibrio interno

Estable

Homeostático

Homeorrésico

Retroalimentación

Ninguna

Negativa

Positiva

Entropía

Positiva, inevitable

Positiva, retardada

Negativa, neguentropía

Adaptación al cambio

Ninguna

Reposición

Evolución

Límites con entorno

Fijos

Fijos

Variables

El Cuadro I resume algunas características básicas de los tres tipos. Una diferencia importante concierne a su grado de apertura al entorno. Los sistemas mecánicos y cibernéticos son cerrados, mientras que los orgánicos son abiertos, es decir, intercambian con el entorno información, energía y recursos.[6] En consonancia, la naturaleza de sus límites es distinta: los de los sistemas mecánicos y cibernéticos son fijos e impermeables, pero los de los sistemas orgánicos son variables y permeables (podemos determinar con exactitud, por ejemplo, los límites de una máquina de vapor, pero no así los de un partido político).[7] Las tres clases de sistema tienen que funcionar en equilibrio, pero se trata de tres tipos distintos de equilibrio: el de los sistemas mecánicos es un equilibrio estable, cuya otra cara es que, una vez roto, sólo puede ser restablecido desde fuera, es decir, por una acción ajena al sistema pero en ningún caso desde o por este mismo; el de los sistemas cibernéticos es homeostático, lo que significa que el sistema registra las desviaciones respecto del equilibrio preestablecido, siempre el mismo, y emprende unas acciones tipificadas para volver a él; el de los sistemas orgánicos, en fin, es homeorrésico, lo que implica que son capaces de determinar nuevos estados de equilibrio cuando los viejos se pierden o cuando ya no corresponden a los fines perseguidos.[8] La retroalimentación (feedback) es el proceso por el que el sistema recibe información sobre su producto (output) y la utiliza como nuevo insumo o factor (input) en su proceso productivo o de transformación: en el sistema mecánico no hay retroalimentación alguna, es ciego ante sí y ante su entorno; en el sistema cibernético, la retroalimentación es negativa, es decir, se limita a registrar las desviaciones respecto de una norma o del valor de una o más variables preestablecidas; en el sistema orgánico, la retroalimentación es positiva, registra las características del producto, las del sistema y/o las del entorno.[9] La entropía, propia de todo sistema en equilibrio, es el proceso por el cual éste tiende hacia la desorganización y, en última instancia, a la muerte, pero lo que en los sistemas cerrados y mecánicos es un proceso imparable, en los sistemas cibernéticos se retrasa gracias a la homeostasis y en los sistemas abiertos y orgánicos puede transformarse en entropía negativa, neguentropía, que permite al sistema escapar a la destrucción mediante su propia diferenciación y reelaboración internas hacia niveles de mayor complejidad.[10] Podemos señalar algo similar atendiendo a las capacidades de adaptación de los sistemas a un entorno cambiante: la del sistema mecánico es nula; la del cibernético es limitada, consistente en la reposición o restablecimiento del equilibrio inicial; la del orgánico, en fin, es ilimitada, ya que es capaz de cambiarse a sí mismo en un proceso de evolución (por ejemplo, la evolución de las especies, la supervivencia selectiva o la autorreforma de las organizaciones sociales).

El nivel de complejidad de la organización

Una organización social es en todo caso, al menos potencialmente, un sistema dinámico orgánico, abierto, homeorrésico, con retroalimentación positiva, neguentrópico, evolutivo y de límites variables. Esto puede predicarse lo mismo de una empresa económica o de un partido político, de un hospital o de una escuela, de un sindicato o de un club de montañismo. Nada impide que funcione como un sistema meramente mecánico o simplemente cibernético, pero, en la práctica, esto supondría su muerte acelerada, probablemente casi instantánea. El problema es bien conocido, de ahí que se subrayen siempre y de forma unánime las potencialidades destructivas de la huelga de celo, el reglamentismo, el formalismo burocrático (red tape), etc. Sin embargo, una organización social es una empresa consciente cuyas reacciones como sistema orgánico no están aseguradas por mecanismos instintivos, como sucede con los sistemas biológicos, de modo que su actuación puede desplazarse en una u otra dirección a lo largo del continuo definido por los extremos mecánico y orgánico. Esto dependerá de las actuaciones de sus componentes, pues, aunque el sistema es siempre algo más, o mucho más, que la mera suma de éstos, son ellos los únicos que poseen inteligencia y voluntad. Esto significa que una organización, como sistema orgánico que es, puede ser contemplada o tratada en ese plano o en otros que corresponden a niveles inferiores de complejidad. El Cuadro II resume esta idea.

Cuadro II

La organización como sistema

 

MECÁNICO

CIBERNÉTICO

ORGÁNICO

Componentes

Individuos

Relaciones

Metarrelaciones

Nivel de organización

Agregado

Estructura

Sistema

Relación entre el todo y las partes

El todo es igual a la suma de las partes:

No añade nada

El todo es más que la suma de las partes:

Complementariedad

El todo es mucho más que la suma de las partes

Sinergia

Fines que predominan en la organización

Los individuales de los elementos

La estabilidad de la organización

La función para con el entorno

Actitud requerida de los integrantes

Pasiva

(mantenimiento)

Reactiva

(reposición)

Proactiva

(innovación)

Vida probable de los integrantes

Plácida,

previsible

Insegura,

contingente

Turbulenta,

incierta

En primer lugar, podemos considerar distintos componentes de la organización: los individuos, las relaciones entre esos individuos o las relaciones entre las relaciones, o metarrelaciones. En el primer caso diremos que contemplamos la organización como un agregado, una mera suma de elementos individuales; en el segundo, como una estructura, un conjunto de relaciones discretas entre los individuos; en el tercero, como un sistema en el sentido fuerte del término, un conjunto metarrelaciones.[11] En cada caso cobra un sentido distinto la relación entre el todo y las partes: en el nivel del agregado, el todo no es otra cosa que la suma de las partes; en el nivel de la estructura es algo más, en concreto su complementariedad y, tratándose de la actividad de individuos, la división del trabajo entre ellos; en el nivel del sistema es mucho más, es la sinergia que surge de su cooperación, las propiedades emergentes que no pueden explicarse tan sólo por las de los elementos. Los fines que prevalecen son distintos en cada caso: en el nivel del agregado sólo importan los fines particulares, es decir, los de los elementos que lo forman, que pueden actuar en consonancia o en oposición a los de la organización; en el nivel de la estructura dominan los fines corporativos, el fin predominante es la organización como tal, su estabilidad y conservación; en el nivel del sistema lo preponderante son los fines sociales, la organización se convierte en un medio y prevalecen los fines para con el entorno o para con otros sistemas, es decir, las funciones.

La actitud de la organización y, por tanto, de los miembros es también distinta: en el nivel mecánico del agregado la actitud es pasiva, movida por la inercia y sin otra finalidad que el mantenimiento o la continuidad de lo que existe; en el nivel cibernético de la estructura es ya activa, pero meramente reactiva, respuesta a las alteraciones del equilibrio con la finalidad de restablecerlo; finalmente, en el nivel orgánico del sistema es algo más, es proactiva, iniciativa e innovación en busca de maneras alternativas o más eficaces de alcanzar los fines establecidos u otros. La vida de la organización y, para ser más exactos, de sus componentes será muy diferente en cada caso: en el plano del mero mecanismo, la vida es previsible y plácida y en todos los sentidos plana, pues cada uno puede hacer la suya sin preocuparse de la de los demás ni poder esperar nada de ella; en el plano cibernético es algo más insegura y contingente, pues está constantemente expuesta a la ruptura del equilibrio y a la necesidad de restablecerlo, si bien todo ello no supone más que un conjunto de alteraciones previsibles y respuestas estereotipadas; en el nivel orgánico, sin embargo, la situación es siempre incierta, pues no se sabe en qué sentido va a evolucionar el entorno, y la vida es, en consecuencia, turbulenta, en el sentido que da a este término la jerga de los sistemas, es decir, una sucesión de imprevistos que afrontar, problemas que resolver, etc..

La escuela como montón, como máquina o como organismo

Las escuelas (colegios, institutos y cualesquiera otros centros de enseñanza, pues utilizo el término “escuela” en su sentido más genérico) son, ya lo hemos dicho, organizaciones. Como tales, pues, pueden funcionar de formas distintas (mal o bien, coordinada o caóticamente, etc.), pueden comprender instancias con diferentes cometidos (generales o particulares, con efectos sobre toda la organización o sin ellos) y pueden suscitar diversas actitudes por parte de los elementos individuales que las componen, es decir, de sus miembros (de compromiso, de mera colaboración o de desafección). Aunque una escuela es, en última instancia, como organización, un sistema, eso no le impide funcionar total o parcialmente como estructura o como agregado, ni que lo hagan unos u otros de sus componentes.

No es imprescindible ceñirse a la jerga de la teoría de sistemas para expresar las maneras muy distintas en que puede funcionar un centro de enseñanza. Es un lugar común que numerosos centros son poco más, o no son nada más, que una suma de maestros o profesores, es decir, que funcionan como una colección de aulas y clases superpuestas, sin relación alguna entre sí; en suma, como un agregado o, para decirlo más gráficamente, como una mera colección, un simple montón de individuos sin relaciones entre ellos. Otros funcionan colectivamente, cada cosa y cada persona en su sitio y un sitio para cada persona y cosa, pero más celosos de no ver alteradas sus rutinas que de cualquier otra cuestión, poniendo los medios por delante de los fines —lo que Merton (1957b: 53) denomina el ritualismo burocrático— y la organización, tal cual es, por delante de su función —conservadurismo organizativo—; es decir, funcionan como estructura, esto es, como una máquina exacta pero ciega, como un burocracia, en suma. En fin, no faltan —aunque sí escasean— los que lo hacen de otro modo: como un organismo vivo, como un verdadero equipo cooperativo con una unidad de propósito, unos fines comunes a los que se subordinan los medios, es decir, como sistemas o, para decirlo con más énfasis, como sistemas orgánicos u organísmicos. El Cuadro III resume esta tipología.

Cuadro III

La escuela como agregado, estructura o sistema

Nivel de organización

AGREGADOS

ESTRUCTURAS

SISTEMAS

Sistema dinámico

MECÁNICO

CIBERNÉTICO

ORGÁNICO

Se sitúan en primer plano de la organización

Los elementos, las piezas, i.e. el profesorado y otros

Las relaciones, i.e. la división del trabajo heredada

Las metarrelaciones, i.e. el proyecto colectivo

Suficiente en el caso o la etapa de

Las escuelas unitarias, por su unicidad

Las escuelas graduadas, por su uniformidad

Las escuelas complejas, ante diversidad y cambio

Centro de decisión privilegiado en el centro

El maestro o el profesor individuales

El claustro, la dirección del profesorado

El consejo, la dirección de la comunidad escolar

Tiene su expresión ritual documental principal en

El Reglamento de Régimen Interno

El Proyecto Curricular de Centro

El Proyecto Educativo de Centro

Actores colectivos

Sindicatos

Claustro-asamblea

Administración ordinaria

MRPs, etc.

Instancias políticas

Modelo de profesionalidad subyacente

El docente como titular de un ámbito exclusivo

El funcionario como burócrata móvil y polivalente

El educador como miembro de un equipo cooperativo

En la escuela-agregado, el primer plano del escenario y de la actividad lo ocupan los elementos, las piezas, es decir, los maestros y profesores individuales y otro personal: cuidadores, orientadores, psicólogos, terapeutas, conserjes, monitores... cada uno de los cuales actúa a su aire sin preocuparse de lo que hacen los demás, salvo que crea verlo entrar o producir efectos sobre lo que considera su terreno exclusivo. En la escuela-estructura el primer plano lo ocupan las relaciones entre los elementos, que se manifiestan en lo esencial como complementariedad y división del trabajo: el maestro especialista depende del tutor, el tutor del profesor de apoyo, el profesor de apoyo del trabajador social, los monitores de extraescolares de los maestros ordinarios, etc., etc.: cada uno recoge o sufre en cierto modo la labor del otro, pero la cooperación es puramente pasiva, rutinaria, consistente en no defraudar las expectativas. En la escuela-sistema, por el contrario, dominan las metarrelaciones, el sistema como tal, los fines de la actividad educativa, a los cuales se subordinan los medios, sean éstos la organización misma como estructura o las actividades de los individuos; esto se manifiesta como un proyecto no simplemente declarativo sino vivo y presente, contra el cual son valorados en todo momento y, si es necesario, reformulados tanto la estructura (las relaciones) como los elementos (las actividades individuales).

Hay que decir que cada uno de estos niveles de organización ha podido resultar suficiente una etapa de la evolución del sistema escolar pero no así en la siguiente. O quizá sea mejor decir que, a medida que pasamos de un nivel de organización a otro, de un nivel de complejidad a otro, las perspectivas y actitudes propias del anterior se revelan obsoletas. En la escuela unitaria (un maestro con alumnos de distintos tipos y edades), la organización coincide con el individuo, porque el individuo es la escuela, y el nivel de agregado coincide con el nivel de sistema, de modo que la actuación individual del docente no requiere ningún suplemento especial, es suficiente por sí misma. El viejo dicho: “Cada maestrillo tiene su librillo”, puede leerse así en positivo, como expresión de la idea de que cada docente tiene que hacer frente a una situación distinta pero encontrará, en todo caso, la forma de hacerlo.. En la escuela graduada (cada docente dedicado a impartir una especialidad a un grupo de edad), la organización coincide con la estructura, porque la división del trabajo es la organización. Ya no impera el librillo individual, sino el programa común del que se jactaba aquel ministro francés ante el asombrado parlamento inglés: “En este momento, en todos los liceos franceses se imparte la misma lección.” El librillo aquí es, simplemente, un estorbo, la reminiscencia de una época pasada o la reivindicación extemporánea de una autonomía ya imposible. Pero las escuelas han alcanzado hoy un nivel superior de complejidad: ya no se trata simplemente de dividir y repartirse los alumnos por edades y materias, sino de abordar de modo expreso y sistemático otra serie de cometidos asociados directamente a los objetivos educativos o subproducto de las condiciones en que éstos se persiguen: tutoría, orientación, pedagogías compensatorias, diagnóstico, diversificación curricular, actividades extraescolares, transportes, comedores, relaciones con el entorno, relaciones institucionales con las familias, gestión de los centros, informatización de los procesos administrativos, etc., etc. El alumnado, por otra parte, no es ya ni la infantil tabula rasa de la escuela unitaria ni el seleccionado y homogéneo público de la escuela graduada, sino una población diversa. Esto provoca el paso de la escuela graduada, con su organización relativamente simple, a lo que, a falta de mejor término, llamaré escuela compleja. En ésta, la organización ya no puede reducirse al agregado (el individuo) ni a la estructura (la división del trabajo), porque ya no hay una correspondencia clara entre medios y fines, es decir, porque los mismos fines pueden ser alcanzados por distintos medios (lo que la teoría de sistemas llama equifinalidad) pero, al mismo tiempo, no está claro por cuáles (entre otras cosas porque el objeto de la actividad escolar, el alumnado, es diverso e incierto y, sobre todo, no se limita a ser tal objeto).

A los tres niveles de complejidad de la organización: agregado, estructura y sistema, corresponden tres centros alternativos de decisión. En el nivel del agregado el centro decisorio es, obviamente, el profesor individual: cada maestrillo tiene su librillo, pero, esta vez, a costa de la coordinación (estructura) y de la cooperación (sistema). En el nivel de la estructura, los centros de decisión privilegiados son el claustro y la dirección, entendida ésta como la dirección del profesorado (no sobre, sino del). Es un lugar común para cualquiera que trabaje en un centro de enseñanza o lo observe lo bastante de cerca que la inmensa mayoría de los claustros se dedican esencialmente a conservar y restablecer el orden, es decir, a dirimir pequeños conflictos entre el profesorado, a resistirse a las demandas de la Administración y a yugular las iniciativas de los profesores demasiado emprendedores (aunque de esto último es posible que se ocupe preferentemente el claustro en la sombra, o sea, el cotilleo a la hora del café): dicho de otro modo, se dedican a mantener la estructura, a responder cibernéticamente a cualquier alteración de la temperatura interna. En cuanto a los equipos de dirección, la mayoría se conciben a sí mismos y son concebidos por el profesorado, el alumnado y las familias como una extensión de los primeros. Finalmente, en el nivel del sistema los centros de decisión esenciales son o deberían ser el consejo escolar y la dirección, pero entendida ahora como dirección de la comunidad. El nivel de organización que llamamos de sistema frente a la estructura o el agregado es también el del sistema orgánico frente al cibernético o el mecánico, o el del sistema abierto frente al cerrado. Por eso, en primer término, su expresión puede y debe ser el consejo escolar como órgano conjunto de toda la comunidad escolar: profesorado (y otro personal), alumnado y familias; porque el consejo escolar es la expresión de la apertura del sistema al entorno, es decir, del sistema-escuela al sistema-sociedad, y el instrumento en principio adecuado —sin entrar ahora en una discusión detallada de su composición o sus competencias— para alentar y regular el flujo de recursos —información, energía y materia, o sea, información, trabajo y medios materiales— entre la escuela y la comunidad en la que se inserta. De lo dicho se desprende que la pugna constante del profesor individual contra el claustro y, sobre todo, del claustro contra el consejo escolar en los centros de enseñanza, particularmente en los centros públicos, y no importa que se presente como pugna por la autonomía, por los derechos del trabajador o por el reconocimiento de la profesionalidad, no es, típicamente, en suma, más que la resistencia del agregado contra la estructura y de ambos contra el sistema.[12]

La legislación vigente y el discurso compartido actual sobre el funcionamiento de los centros de enseñanza proporcionan una expresión ritual privilegiada a cada uno de estos niveles de organización y complejidad. El agregado se expresa se expresa ante todo en el Reglamento de Régimen Interno, que en gran parte es un catálogo de libertades negativas, es decir, una definición de los ámbitos de autonomía de todos y cada uno de los integrantes individuales de la organización, en particular del profesorado y otro personal del centro. La estructura lo hace o debería hacerlo en el Proyecto Curricular de Centro, cuya función es reflejar la complementariedad y la coordinación entre los distintos elementos, es decir, sus relaciones (no se olvide que el PCC se produce sumando y no deduciendo, acumulando los proyectos particulares de curso, ciclo y etapa, y no derivándolos de un proyecto global). El sistema debería o podría hacerlo en el Proyecto Educativo del Centro, como expresión tanto de la subordinación de la estructura al sistema (de los medios a los fines) como de la apertura del sistema al entorno. Por eso todos los centros tienen un Reglamento de Régimen Interno bastante desarrollado, son menos los que poseen un Proyecto Curricular de Centro que vaya más allá de la recopilación de los decretos de enseñanzas mínimas y muchos menos los que cuentan con un Proyecto Educativo de Centro que sea algo más que un brindis al sol.

También corresponde a cada nivel distintos actores colectivos. El nivel de agregado es el privilegiado por los claustros y por los sindicatos. Me refiero ahora a los claustros, no en cuanto que órganos colegiados de gestión, etc., tal cual están reconocidos en la legislación, sino como formas de agregación de intereses y formación de la voluntad colectiva del profesorado, es decir, como asambleas. En cuanto a los sindicatos, si bien sus programas o su historia particular pueden otorgar mayor o menor importancia al nivel de estructura e incluso al nivel de sistema (por ejemplo con pronunciamientos o propuestas sobre la organización del sistema educativo, proyectos de reforma, grandes modelos alternativos, etc.), su práctica, dominada siempre por la idea de conseguir la mayoría (para sus propuestas, para sus delegados, etc.), los empuja invariablemente hacia el denominador común, hacia aquello que puede movilizar unitariamente a los elementos sin dividirlos: conseguir más por menos. En los claustros la dinámica es mucho más clara en ese sentido, pues ahí sí que están siempre todos los elementos —mientras que el sindicato, al fin y al cabo, puede decidir renunciar al apoyo de una porción de ellos­—; de hecho, donde los sindicatos sucumben a la dinámica —la estática, sería mejor decir— del agregado es principalmente en los claustros. El nivel de la estructura, por otra parte, es el propio de la actuación de la Administración, entendida como gestión ordinaria de una organización o un conjunto de organizaciones estables. Es el nivel en el que actúan las Direcciones y Delegaciones de las administraciones educativas, central o autonómicas, y, particularmente, la Inspección y los equipos directivos en cuanto que representantes de la Administración pública en los centros. Finalmente, en el nivel del sistema actúan o, más bien, actuaron en su momento los Movimientos de Renovación Pedagógica y, ocasionalmente, otras estructuras político-profesionales (Colegios de Licenciados, por ejemplo), al menos en sus intervenciones más ambiciosas, y lo han hecho y lo hacen las entidades propiamente políticas: los partidos políticos con sus propuestas de reforma y las autoridades públicas en los momentos de en que se trata de llevarlas a efecto.

Añadamos, por último, que a cada uno de estos niveles de organización sistémica corresponde no menos un modelo de profesionalidad para los docentes. Al nivel mecánico, el del agregado, corresponde una idea de la profesionalidad basada en la delimitación de ámbitos exclusivos y estancos de competencias. Este es, ciertamente, el modelo más extendido, el que transpira hoy tras las quejas por la falta de reconocimiento de la profesionalidad (que, en realidad, expresa el disgusto porque otros quieran pronunciarse sobre lo que hacemos), el vaciamiento de competencias del claustro (que, en realidad, quiere decir que ya no podemos hacer lo que queramos), etc. Al nivel cibernético, el de la estructura, corresponde la idea del docente como un burócrata móvil, lábil y polivalente en el ámbito de la organización, que lo mismo sirve para dar clase de esto que de lo otro, para enseñar o para llevar la biblioteca, etc., como cabía esperar de lo que es la necesidad primera de una Administración cuyo problema es mantener en funcionamiento la estructura: tapar los huecos. Al nivel orgánico, el del sistema en sentido fuerte, correspondería otro modelo: el del profesional capaz de integrarse en un equipo, de hacer suyos los objetivos de la organización y conjugarlos con los propios —de cooperar, en suma.

Una mirada al ¿¿sistema?? educativo

Creo que una ligera y rápida mirada es más que suficiente, siempre que no haya decidido uno de antemano qué es lo que quiere ver y lo que no. En los centros públicos de enseñanza, muy particularmente —luego me detendré en la diferencia con las escuelas privadas, sus causas y sus consecuencias—, la estructura devora el sistema y los elementos los devoran a ambos. Quizá deba aclarar ya, sin más tardanza, que no pretendo lo contrario, es decir, que elementos y estructura se subsuman y disuelvan en el sistema, perdiendo toda existencia propia. En cuanto a los primeros, es decir, en cuanto a la necesaria persistencia de los elementos, no creo que sea necesario justificar la conveniencia de la autonomía relativa del profesorado en el cumplimiento de sus funciones. Lo que sucede es que no creo en una autonomía fundada en el acotamiento de las superficies (“Mi aula es mía”) ni de las funciones (“Mi función es enseñar —lo demás no me atañe”) escolares, sino en la capacitación y la responsabilidad para diagnosticar casos, afrontar imprevistos, resolver problemas, superar desequilibrios, etc., en suma para abordar problemas concretos sobre la base del dominio de un conocimiento abstracto; una profesionalidad clínica, por decirlo en dos palabras.

Por otra parte, no pienso que un sistema deba tener que reinventarse a sí mismo todos los días para no dejar de serlo, por miedo a petrificarse, sino, más bien al contrario, que su estabilidad —su estaticidad— parcial como estructura le permite concentrarse en los puntos de desequilibrio, que son los que separan lo diverso de lo típico, el cambio de la continuidad, la crisis del estabilidad, etc. En la medida en que el sistema existe como tal en sentido fuerte (como sistema orgánico y abierto) podemos considerar la estructura no como un obstáculo, sino como una condición del mismo, pues, precisamente por verse liberado de una parte de su propio funcionamiento puede atender mejor a lo imprevisto en otras (como se decía en el siglo XIX, la olla es el peor enemigo del socialismo; o, dicho de otro modo, resulta difícil pensar en cambios —esos u otros— cuando no se tiene asegurada la subsistencia).

Pero el problema de los centros de enseñanza, hoy, no es éste, sino el opuesto: la petrificación del sistema en la estructura y el colapso de ambos en el agregado de los elementos.  Al mismo tiempo que se han ido convirtiendo en organizaciones más complejas por la diferenciación interna de sus  funciones, diversificación de su público y la aceleración de los procesos de cambio en su entorno, se ha ido degradando su funcionamiento como sistemas. Se recordará que, hasta la Ley General de Educación, existió un cuerpo de Directores cuyos miembros tenían amplias competencias en los centros, como representantes de la Administración. La LGE primero, con toda su legislación complementaria, el Estatuto de Centros Docentes, después, y la Ley Orgánica del Derecho a la Educación, por último, fueron recortando las facultades de los directores a favor de los órganos colegiados de gobierno, pero, al hacerlo, los centros y disminuyeron su peso en relación con el de cada profesor, debilitándose el sistema frente a la estructura y a los elementos. No habría sido así si las facultades (o más, o menos) de aquellos directores nombrados y controlados por la Administración hubiesen sido simplemente heredadas por los nuevos directores democráticamente elegidos y/o por los consejos escolares. Pero, lo que sucedió, en lugar de esto, fue que las competencias no fueron a parar a los consejos sino a los claustros, en parte de derecho pero sobre todo de hecho, y que los nuevos directores y equipos directivos quedaron enteramente sometidos también al control de éstos, de los claustros, y no de los consejos; es decir, al de los profesores y no al de la comunidad escolar. Y, una vez convertidos los claustros en instancias casi soberanas, estaba en la lógica de las cosas que se deslizaran hacia el reconocimiento de la máxima autonomía a sus elementos, es decir, hacia reducirse a sí mismos a una función puramene negativa, cibernética, consistente en mantener las cosas como están.

En la práctica esto significa, sobre todo, instancias de dirección ineficientes, con las manos atadas, que no dirigen. Por un lado, los consejos escolares, de competencias limitadas pero, más que nada, que nunca llegan a ejercer de manera efectiva ante la hostilidad, cuando no el boicot, del claustro de profesores. Por otro, unos equipos directivos que desempeñan en los consejos el papel de representantes fraccionales de los intereses de los profesores frente a alumnos y padres, que no desean en modo alguno suscitar fricciones con un colectivo docente que saben poco dispuesto al cambio y al que pertenecen y saben que retornarán de lleno en no mucho tiempo. Frente a ellos, triunfantes, unos claustros que hurtan las competencias a los consejos enfrían las pretensiones de la dirección —si las hay— y rebajan el tono de las iniciativas de los colegas todavía no suficientemente resignados a la vida en gris.

En estas circunstancias cabe preguntarse si las escuelas públicas son realmente públicas; y, si no lo son, a quién pertenecen o qué intereses sirven. Aunque la defensa de los intereses corporativos —los de la estructura y de los elementos— se hace siempre bajo la consigna de la “defensa de lo público” —hay que buscar legitimidad ante y apoyo o, al menos, condescendencia por parte del público—, la pretensión de que los centros de enseñanza están al servicio exclusivo del público está poco justificada. Expresiones como “público”, “propiedad pública”, “servicio público”, “comunidad escolar”, “vocación”, etc. subrayan una y otra vez la pretendida finalidad altruista de la escuela, de la enseñanza, de lo cuerpos docentes, etc., pero, la mayoría de las veces, simplemente porque bajo ese manto se defiende mejor el nicho que los individuos y los colectivos que enarbolan esos términos de gran carga emocional han construido para sí en las instituciones que dicen desinteresadamente defender. De hecho, hay una apropiación de la escuela pública por los cuerpos de enseñantes, apropiación que no deja de ser tal por que se limite a su usufructo.

La escuela privada juega en esto con ventaja. Sus peculiares características hacen que resulte más difícil el predominio de los elementos o de la estructura sobre el sistema. En primer lugar, la propiedad, tanto da que corresponda a una persona o a una asociación, no ha perdido fuerza a favor de los profesores en la misma medida en que lo ha hecho la Administración pública; ni se han desvanecido, ella o sus representantes en la Dirección, en el mismo grado en que lo han hecho en las escuelas estatales. En segundo lugar, su carácter a menudo confesional (centros religiosos) o simplemente militante (centros asimilados a movimientos pedagógicos, o creados por grupos con convicciones afines de cualquier tipo) facilitan cierto grado de comunidad de ideas y de propósitos entre la dirección y los trabajadores y, con frecuencia, también con su público; cuando esto sucede, y con independencia de cuál sea el contenido concreto de esa comunidad, los fines comunes a la organización cobran mayor fuerza frente a los individuales y la comunicación resulta más sencilla y fluida entre los miembros y entre los grupos por ellos formados.[13] En tercer lugar, la dependencia del mercado, aunque muy limitada —especialmente en los centros concertados— exige un flujo permanente de recursos materiales, energéticos e informacionales entre el sistema y el entorno, es decir, entre el centro y la comunidad, que obliga a aquél a funcionar con las características propias de un sistema abierto, constantemente necesitado de adaptación para sobrevivir.

Rebus sic stantibus —permaneciendo el resto de las cosas iguales, es decir, si esto fuera todo—, sería sólo cuestión de tiempo que la escuela privada devorase a la pública. Por suerte o por desgracia, otros elementos de aquélla pueden resultar disuasorios: menos medios en muchos casos, barreras a la entrada constituidas por las fuertes inversiones iniciales necesarias, mecanismos más arbitrarios de selección del profesorado, confesionalidad, nepotismo, etc. Pero, sean cuales sean los resortes que hacen aumentar el valor de la escuela pública frente a la privada, entre ellos no se encuentra ese amplio sector del profesorado cuya principal aspiración en esta vida es que le dejen en paz. Estos son, por decirlo en breve, la quinta columna contra la escuela pública. Cuando, en la guerra civil española, cuatro columnas militar-fascistas rodeaban Madrid, el infausto general Mola afirmó que había una quinta dentro de la ciudad, constituida por los informadores, los saboteadores, etc., popularizando para siempre la expresión. Es posible que la iglesia, el capital, el neoliberalismo de tantos gobernantes y el clasismo de una parte del público, por decir cuatro, sean las columnas que acechan a la escuela pública, pero a ellas se añade, dentro, la quinta, la que a veces se basta sola para contrarrestar la elección de su clientela y para arruinar los esfuerzos de sus compañeros.

¿Qué podría contrarrestar esto? Sería absurdo asegurar el éxito para tal o cual medida o abanico de medidas, pero algunas saltan a la vista. En primer lugar, cambios organizativos que fortalezcan a los consejos y a los equipos directivos frente a los profesores individuales y a los claustros. En segundo lugar, cambios en los sistemas de incentivos que premien a los profesores y otros trabajadores más cooperativos y penalicen a los menos. En tercer lugar, cambios culturales, a favor de una mayor conciencia de la necesidad de un funcionamiento eficiente de las escuelas como organizaciones y de un compromiso con ello de los individuos, que tendrían que partir de los agentes colectivos existentes en el medio, tales como los partidos, los sindicatos, los movimientos de renovación y otras asociaciones profesionales. En todo caso, ante cada maestro o profesor se presenta permanentemente la necesidad de decidir para quién o para qué trabaja: para sí mismo, para la organización o para la sociedad. Dicho de otro modo, y en orden inverso, si prefiere formar parte del organsimo, del aparato o del montón.

 

REFERENCIAS

 

BERTALANFFY, L. VON (1968): Teoría general de los sistemas, México, FCE, 19761+1.

BOULDING, K.E. (1956): “Teoría general de los sistemas: El esqueleto de la ciencia”, en RAMIO y BALLART (1993: I, 541-557).

BUCKLEY, W. (1967): La sociología y la teoría moderna de los sistemas, Buenos Aires, Amorrortu, 1970.

COLEMAN, J.S. y HOFFER, T. (1987): Public and private schools compared: The impact of communities, N. York Basic.

CROZIER, M. y THOENIG, J.C. (1976): “The regulation of complex organized systems”, Administrative Science Quarterly, XXI, 547-570.

FERNÁNDEZ ENGUITA, M. (1993): La profesión docente y la comunidad escolar: cróni­ca de un desencuentro, Madrid, Morata, 19952.

IBAÑEZ, J. (1985): Del algoritmo al sujeto. Perspectivas de la inves­tigación social, Madrid, Siglo XXI.

KATZ, D. y KAHN, R.L. (1966): The social psychology of organizations, N. York, Wiley, 1966.

MERTON, R.K. (1957): “Bureaucratic structure and personality”, en ETZIONI (1962).

MORIN, E. (1984): Sociología, Madrid, Tecnos, 1995.

RAMIÓ, C. y BALLART, X. (1993), comps.: Lecturas de Teoría de la Organización, Madrid, MAP, 2 vols.

WIENER, R. (1948): Cybernetics, N. York, Wiley.

WILDEN, A. (1972): System and structure. Essays on communication and exchange, Londres, Tavistock, 19802.



[1] La fuente canónica es, por supuesto, Bertalanffy (1968), aunque no pretendo hacer una aplicación ortodoxa. De más interés para sociólogos puede ser Buckley (1967).

[2] Ley de Instrucción Pública de 9 de septiembre de 1857, promulgada por el Ministerio de Fomento a partir de una Ley de Bases aprobada por el Congreso (“Plan de 1857”).

[3] Ley 14/1970, de 4 de agosto, General de Educación y Financiamiento de la Reforma Eductiva, también llamada “Ley Villar”.

[4] Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo.

[5] Una buena clasificación de los sistemas, más amplia que ésta, puede encontrarse en Boulding (1956).

[6] Sobre las organizaciones como sistemas abiertos véase Crozier y Thoenig (1976).

[7] El problema de los límites del sistema (de la organización) ha sido cuidadosamente tratado por Katz y Kahn, 1966.

[8] Por eso algunos autores como Ibáñez (1985:77) han preferido hablar de sirremas (correr juntos, en vez de permanecer quietos juntos).

[9] Sobre el concepto de retroalimentación, véase Wiener (1948).

[10] Véase Morin (1984: 88 ss.).

[11] La diferencia entre estructura y sistema ha sido exporada por Wilden (1972: 204 ss.).

[12] Sobre la gestión de los centros, véase Fernández Enguita (1993).

[13] Esta fue, por ciertol la principal conclusión del Coleman y Hoffer (1987).