PODER Y PARTICIPACION EN LOS CENTROS ESCOLARES
Un
análisis de las leyes de 1.970, 1.980 y 1.985
Mariano
F. Enguita
Dpto. Sociología III
Universidad Complutense
“Poder
i participació als centres escolars: Una analisi de las lleis de 1970, 1980 i 1985”,
Temps de Educació 5, pp. 207-224,
1991
La participación de
profesores, padres y alumnos en la gestión de los centros de enseñanza no
universitarios ha sido regulada, sucesivamente, por la Ley General de
Educación, de 1.970, la Ley Orgánica del Estatuto de Centros Escolares, de
1.980, y la Ley Orgánica del Derecho a la Educación, de 1.985. Estas leyes
fueron impulsadas, respectivamente, por el sector opusdeísta y modernizante del
franquismo (a pesar y con la oposición del sector más azul), el ala democristiana
y filoeclesiástica de la Unión del Centro Democrático (a pesar de o como
contrapartida a los logros de los "socialdemócratas" de la misma
formación política) y el Partido Socialista Obrero Español (constituyendo una
de sus opciones más netamente socialdemócratas, en contraste con otras
políticas simplemente liberales).
El contenido de
estas leyes sucesivas podría percibirse, a primera vista, como un simple avance
paulatino, no siempre al gusto de todos, de cuotas menores a cuotas mayores de
libertad, hacia el reconocimiento progresivo de los derechos de profesores,
padres y alumnos o en pos de una participación y colaboración crecientes de los
distintos sectores implicados en la tarea educativa. Aquí, trataremos de
mostrar, sin embargo, que, aunque considerando aisladamente diferentes aspectos
de la participación y las libertades en los centros pueda sugerirse la imagen
de un continuum, un análisis más globalista de los tres marcos
reguladores de la participación y la gestión revela que constituyen modelos muy
diferentes, basados en concepciones altamente diversas sobre el reparto
legítimo y deseable del poder entre los distintos colectivos e instituciones
afectados.
No nos ocuparemos
del análisis de otros aspectos de estas leyes, ni siquiera de las formas
"macro" de gestión y participación como puedan ser los altos
organismos más o menos reales o ficticios (Consejo Nacional de Educación,
Consejo Escolar del Estado, etc.), el reparto de competencias entre el poder
legislativo y el alto poder ejecutivo, el organigrama de éste o la distribución
jurisdiccional de las competencias (entre los parlamentos central y autonómicos
o las administraciones central, autonómica y local), sino únicamente de los
mecanismos de gestión y participación en el ámbito de los centros escolares.
Para ello
dedicaremos la primera sección de este trabajo a explicitar las que
consideramos fuentes estables de poder en el sistema educativo, concretamente
en el ámbito de los centros, y las lógicas respectivas a que responden. Las
tres secciones siguientes analizarán, sucesivamente, el contenido de las tres
leyes citadas en lo concerniente a la participación. La quinta y última sección
intentará subsumir esas leyes bajo modelos generales.
El mosaico del poder
Nos gustaría poder
decir que es ya un lugar común en la sociología el reconocimiento de tres
fuentes básicas de desigualdad y poder en la sociedad: la propiedad, la
autoridad y la cualificación. Si no podemos decir tanto, podemos al menos
constatar que todo el análisis de las clases sociales, las diferencias de
status, la estratificación, etc. gira en torno al debate sobre la importancia
relativa de cada uno de esos aspectos. Sobre la importancia de la propiedad han
puesto el mayor énfasis, desde luego, Marx y la inmensa mayoría de marxistas,
marxianos y marxistizantes, ortodoxos y heterodoxos, "neo" o
"paleo". Sobre la relevancia de la autoridad lo han hecho, desde
distintas perspectivas, Weber, Dahrendorf y Braverman, entre otros. Sobre la
pertinencia de la cualificación, en fin, lo han hecho Durkheim y Weber y han
insistido Davis y Moore, Parkin y otros muchos.
Construcciones
teóricas más recientes, como las de Roemer y Wright, subrayan la especificidad
como factores de explotación de todas y cada una de esas fuentes de desigualdad
y de poder y niegan la reducibilidad de cada una de ellas a cualquier otra.
Aquí partiremos del reconocimiento de esa especificidad, sin entrar a discutir
las relaciones mutuas ni las eventuales prioridades en el análisis de unas
frente a otras. Sabemos bien que la propiedad conlleva casi siempre autoridad
(del capital sobre el trabajo, por ejemplo), que la cualificación también lo
hace a menudo (directivos), que la autoridad y la cualificación pueden abrir el
camino a la propiedad, que el ejercicio de la propiedad como propiedad
económica y posesión genera cualificación, etc., pero, para no complicar el
análisis, trataremos esos factores o relaciones como si fueran discretos, i.e.
como si pudieran ser asignados a agentes sociales independientes.
En el particular
terreno que nos ocupa, esto significa que consideraremos a los propietarios de
centros simplemente como eso, como propietarios, aunque a menudo sean también
profesionales cualificados de la enseñanza; que las autoridades educativas son
meramente autoridades, aunque resulte bien sabido que se reclutan casi siempre
entre los profesores; y que los profesores, por supuesto, no son otra cosa que
profesores, que ciertamente es lo habitual.
A las tres fuentes
de poder y desigualdad citadas hay que añadir ahora otra, que lo es de poder y
de igualdad: nos referimos al poder democrático o comunitario, que en la esfera
política general se expresa como soberanía popular bajo formas como el sufragio
universal, el parlamento y otras figuras representativas y, en la esfera más
delimitada de la enseñanza, como participación del público ‑‑padres
de alumnos y alumnos‑‑ en el funcionamiento de la institución.
La autoridad, que
también podríamos denominar poder burocrático, se encarna en la
Administración educativa, sea cvual sea su lugar en el organigrama general del
poder público. Tanto la Administración en general como la Administración
educativa son mucho más que una simple emanación directa o indirecta de la
soberanía popular, y sería simplemente ingenuo pensar que todo se reduce a que
los funcionarios dependen de las autoridades públicas y éstas de los resultados
electorales. Las administraciones públicas constituyen un denso y pesado
aparato burocrático a menudo altamente resistente a la voluntad del poder
político derivado de las urnas (por lo demás, éste tampoco es demasiado
responsable ante quienes son convocados y acuden a aquéllas).
La propiedad, que en
el derecho civil se define ya como poder omnímodo e incondicional sobre la
cosa, se convierte, cuando se desarrolla como propiedad capitalista, en poder
sobre las personas, concretamente sobre aquellas que, en uno u otro régimen,
cambian su fuerza de trabajo por capital, o sea por un salario. Podemos
denominarla, entonces, poder patrimonial. El propietario de un centro de
enseñanza ‑‑el "titular", se dice ahora‑‑ no
posee tan solo la capacidad de deshacer el contrato de trabajo y retirar el
capital, sino también un amplio poder ‑‑aunque no tan amplio en la
enseñanza como en otros sectores económicos‑‑ sobre los
trabajadores, sobre su proceso de trabajo y sobre los resultados de éste.
La cualificación,
por su parte, además de otorgar ventajas individuales en el mercado de trabajo,
puede constituirse en la base sobre la que se levantan distintas formas de
poder sobre éste (control sobre el acceso a la cualificación), sobre el público
que demanda el bien o servicio producido (relación asimétrica con el cliente) y
en el interior de las organizaciones que lo producen (control sobre su
configuración y su funcionamiento). Es lo que suele llamarse proceso de
profesionalización, o constitución de una profesión o semiprofesión, y lo que
aquí denominaremos poder profesional. En el caso particular de los
profesores, éstos siempre han poseído y siguen poseyendo hoy algún grado de
poder, directo y/o indirecto, en los tres aspectos mencionados.
Finalmente, el poder
de la comunidad, o poder comunitario, puede ejercerse de manera directa,
y más o menos efectiva, mediante la participación de los implicados (alumnos y
padres de alumnos); puede hacerlo de manera indirecta, tal vez muy poco
específicamente efectiva, a través de la participación política general (las
elecciones, pero también la articulación de intereses por otras vías); incluso
cuando no cuenta con ningún reconocimiento efectivo, como en los regímenes
autoritarios, sí suele encontrarlo, al menos, en el plano de lo simbólico.
Cada una de estas
figuras del poder presenta su propia lógica y persigue fines específicos, pero
una y otros son indudablemente matizados por las peculiaridades del campo en
que se desenvuelven, por su historia y por el contrapeso de las otras.
La lógica del poder
burocrático es el control, pero éste puede servir a fines distintos, y sus
formas resultan modificadas por éstos. No es lo mismo la tendencia al control
total de los regímenes autoritarios o totalitarios ("todo lo que no está
permitido, está prohibido") que la tendencia a un control mínimo de los
regímenes democráticos ("todo lo que no está prohibido, está permitido").
Además, el poder burocrático puede perseguir fines predominantemente
particularistas, como cuando se vuelca a favor de los privilegios de un grupo
social, o predominantemente universalistas. En el sistema educativo español, la
Ley General de Educación de 1.970, con todas sus limitaciones y trampas,
significó ya el paso del particularismo al universalismo, tanto en el discurso
como, en buena medida, en la práctica de la escolaridad.
La lógica del poder
patrimonial, en una sociedad capitalista de mercado, es, lo mismo en la
educación que en cualquier otro campo, la obtención de beneficios. No obstante,
esta lógica puede verse limitada e incluso parcialmente sustituida. Sin llegar
ni mucho menos a anularlas, los sistemas de subvenciones, primero, y de
conciertos, después, han limitado progresivamente las posibilidades de obtener
beneficios en la enseñanza privada. La iglesia y las órdenes religiosas, sin
duda los empresarios privados más importantes en la enseñanza, tienen tanto
motivos económicos como de pura supervivencia social para mantenerse en ella,
pues su presencia ideológica en la sociedad, incluso su reproducción como
agregados de individuos, se vería enormemente mermada si perdieran pie en la
escuela.
El objetivo del
poder profesional es la exclusión, tanto del acceso a la profesión por parte de
nuevos individuos como del empleo o el control de sus competencias técnicas por
parte del público. Pero, a diferencia de otros grupos profesionales o
semiprofesionales, el de los enseñantes, además de ser demasiado numeroso, o
bien carece de legitimidad suficiente para su reconocimiento profesional (como
los maestros, con su formación corta), o bien está unido por su actividad pero
no por su formación (como los licenciados de la enseñanza secundaria), todo lo
cual dificulta su eficacia y su cohesión corporativas. Por añadidura, la
idiosincrasia, la formación y la ideología propias de los enseñantes empujan
menos al exclusivismo que, por ejemplo, las de los médicos o los abogados.
El poder
comunitario, en fin, persigue el interés común, pero la cuestión es: común ¿a
quién? Puesto que las escuelas son adecuadamente vistas por el público como
mecanismos de diferenciación y distinción, puesto que se diferencian entre sí a
través de sus proyectos y sus redes de reclutamiento y puesto que, en todo
caso, la única comunidad a la que la legislación ha venido a reconocer
progresivamente cierta eficacia es la de los padres y los alumnos de cada
centro, el interés de esa comunidad deviene, a fin de cuentas, un interés
particularista. Por otra parte, se presupone una comunidad de intereses donde
debería ser demostrada, entre padres e hijos, en realidad tan unidos por
intereses comunes como separados por intereses diversos, además de vinculados
entre sí en otra relación asimétrica, la del poder patriarcal y la dependencia
infantil y juvenil.
La Ley General de
Educación de 1.970
La Ley General de
Educación de 1.970, o "Ley Villar", fue una norma atípica para su
época, la del franquismo, y su momento concreto, de fuerte resaca represiva. Supuso
un gran paso en la modernización y racionalización del sistema educativo
español en muchos sentidos, tal vez más radical para su tiempo y su contexto
que reformas posteriores para los suyos, y dio carta de naturaleza al discurso
tecnicista y pedagogista en el mundo de la educación. Sin embargo, nació
marcada por el contexto político en que fue promulgada. Así, entre sus
objetivos proclamados se combinaban la "igualdad de oportunidades" y
el propósito de basarse en "las más genuinas y tradicionales virtudes
patrias" (preámbulo de la ley), y el primero de sus fines no era otro que
"la formación humana integral, el desarrollo armónico de la personalidad y
la preparación para el ejercicio responsable de la libertad inspirados en el
concepto cristiano de la vida y en la tradición y cultura patrias; la
integración y promoción social y el fomento del espíritu de convivencia; todo
ello de conformidad con lo establecido en los Principios del Movimiento
Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino" (art. 1.1). Un caso
espectacular de contradictio in terminis y un excelente botón de muestra
de la vacuidad del discurso educativo.
A los profesores se
les reconocía el derecho a "constituir Asociaciones que tengan por
finalidad el mejoramiento de la enseñanza y el perfeccionamiento profesional,
con arreglo a las normas vigentes", así como "a intervenir en cuanto
afecte a la vida, actividad y disciplina de sus respectivos Centros docentes a
través de los cauces reglamentarios" (art. 105.1).
A los padres se les
garantizaba el "derecho primero e inalienable la educación de sus
hijos", así como el derecho a "elegir... los Centros docentes entre
los legalmente establecidos y a ser informados periódicamente sobre los
aspectos esenciales del proceso educativo". Además, decía la ley, "se
desarrollarán programas de educación familiar" y "se estimulará la
constitución de asociaciones de padres de alumnos por Centros, poblaciones,
comarcas y provincias y se establecerán los cauces para su participación en la
función educativa" (art. 5).
En cuanto a los
alumnos, denominados "estudiantes" y relegados al Título IV, se les
reconocía el derecho "a la cooperación activa en la obra educativa en la
forma adecuada y con los límites que imponen las edades propias de cada nivel
educativo", que incluía los de "formular reclamaciones fundadas"
y "emitir por escrito al finalizar sus estudios de Bachillerato, de cada
grado de Formación Profesional y de cada ciclo de la Educación universitaria,
antes de la expedición del título correspondiente [sic!], su juicio
personal, reservado y debidamente razonado, sobre las actividades educativas
del Centro respectivo y del profesorado," etc. También podían
"construir círculos culturales y deportivos en los niveles de Bachillerato
y Formación Profesional y Asociaciones en el de Educación Universitaria,
respectivamente, dentro del marco de las finalidades propias de su específica
misión estudiantil" (arts. 125 y 128).
Los órganos
colegiados previstos en el sistema de gestión de los centros eran el Claustro de
profesores, en todos ellos, el Consejo Asesor en los Colegios Nacionales y los
Institutos Nacionales de Bachillerato y un órgano innominado en los Centros de
Formación Profesional. Para éste último se preveían también representaciones de
"la Organización Sindical, Corporaciones locales y de las Entidades o
Empresas públicas o privadas que reglamentariamente se determinen" (art.
89).
Los profesores
monopolizaban lógicamente el Claustro y estaban presentes en los otros órganos.
Los padres eran llamados a participar sin distinciones en todos los niveles del
sistema escolar de titularidad pública, y los alumnos en los Centros de
Formación Profesional de segundo grado y en los universitarios (art. 57), en
estos últimos a través de los Patronatos. Sin embargo, la ley no decía nada
sobre la participación de los padres al referirse específicamente, en el
artículo siguiente, a los Centros de Educación Preescolar (sin duda porque los
consideraba privados).
En todo caso, no
llegaba muy lejos la participación de ningún sector. El claustro y el consejo
asesor debían ser oídos para el nombramiento del director en los centros
de E.G.B. (art. 60), y los "órganos de gobierno" en los de F.P. (art.
89), pero sólo el claustro en los de Bachillerato (art. 62). La ley no especificaba
más al respecto.
En 1.974, el Decreto
de 30 de agosto establecía para los centros de E.G.B. la composición del
Claustro: todos los profesores del centro, pero los no numerarios con voz y sin
voto, así como la del Consejo Asesor: el director, como presidente, tres
representantes de la Asociación de Padres de Alumnos y "tres miembros de
la Comunidad que, por su proyección a título personal o representativo de
instituciones locales de carácter social, cultural o profesional, sean
designados por el Claustro" (art. 8). En caso de no existir A.P.A., sería
el Claustro quien designara a los padres. En cuanto a las competencias de ambos
órganos, la máxima claridad: "El Claustro de Profesores, en el ámbito de
la organización y orientación pedagógica del Centro, y el Consejo Asesor, en lo
referente a las cuestiones de índole no académica y a las relaciones del Centro
con la comunidad social, tendrán como misión asistir al Director en el
desarrollo de sus funciones" (art. 9, subrayado nuestro).
Ninguna norma desarrolló
de manera general las competencias del Claustro y el Consejo Asesor en los
Institutos Nacionales de Bachillerato, si exceptuamos la Orden de 23 de octubre
de 1.970, que prescribía al director oír al primero antes de establecer
los horarios del profesorado. Y ni siquiera eso para los órganos de los centros
de Formación Profesional.
Vale la pena, en
fin, señalar la diferencia de tono con que se expresan las competencias del
profesorado según se trate del de Educación General Básica o el de Bachillerato.
Al primero compete "cooperar con la dirección y Profesores de la Escuela
respectiva en la programación y realización de sus actividades" (art.
109); al segundo, "la orientación del trabajo en las áreas educativas y su
coordinación con los demás Catedráticos y Profesores, a fin de lograr una
acción armónica del Centro en su labor formativa" (art. 111). Para el
profesorado de F.P., la ley remite a la normativa relativa al de Bachillerato
(art. 121, que remite al 111). "Cooperar" es algo que puede hacer cualquiera;
"coordinarse" sólo pueden hacerlo quienes tienen un ámbito propio de
decisión.
Resumiendo, podemos
señalar las siguientes características generales en el tratamiento de la
participación de los distintos sectores por la Ley General de Educación:
En primer lugar,
profesores, alumnos y padres no tienen otro derecho que el de ser oídos
o, en el mejor de los casos, asesorar; es decir, carecen de cualquier
capacidad decisoria sobre la gestión general del centro.
En segundo lugar, el
profesorado del Bachillerato (y, por extensión, el de Formación Profesional,
aunque la ley parece pensar tan solo en los catedráticos y agregados) recibe un
tratamiento notoriamente más favorable, dentro los estrechos límites de la ley,
que el de Educación General Básica. Sus "competencias" son más
amplias e implican autoridad, pero, sobre todo, es de señalar que para los
Institutos no se desarrollaron nunca las competencias del Consejo Asesor,
quedando en el aire la participación de los padres y siendo éstos implícitamente
excluidos de la consulta previa al nombramiento del director.
En tercer lugar, la
ley excluyó expresamente a los padres del terreno propiamente educativo, al
limitar las competencias del Consejo Asesor a "las cuestiones de índole no
académica". Además, creó una dinámica proclive a la arbitrariedad al
posibilitar el nombramiento de los representantes de los padres de alumnos por
los profesores en caso de no existir una asociación de aquéllos legalmente
constituida.
En cuarto lugar,
concedió a los estudiantes unos derechos mínimos, apenas de súplica, limitados
en su forma ("razonados") y virtualmente bajo amenaza (antes de
obtener el título), retorciendo al máximo el lenguaje para reducir a la nada el
derecho de asociación ("círculos culturales y deportivos").
En quinto lugar,
estas magras concesiones se referían exclusivamente a los centros del Estado y,
en su caso, al profesorado estatal, quedando libres de cualquier obligación los
centros privados, con o sin concierto (la ley preveía conciertos que luego
resultarían simples subvencines), y desamparados por entero sus profesores.
La Ley Orgánica del
Estatuto de Centros Escolares de 1.980
La "Ley
orgánica por la que se regula el estatuto de los centros escolares", de
1.980, fue la primera ley general sobre la educación del período democrático.
Promulgada por un gobierno de centro-derecha, con un ministro democristiano en
la cartera de Educación y Ciencia, fue el producto del precario equilibrio del
momento entre las distintas tendencias de la extinta Unión del Centro
Democrático, entonces partido mayoritario (o "minoría mayoritaria")
en el parlamento español. La U.C.D. repartió salomónicamente el pastel de la
enseñanza para intentar contentar a todos, entregando la cartera de
Universidades e Investigación a un "socialdemócrata" y la de
"Educación y Ciencia" a un "democristiano". Así, los
primeros formularon la Ley de Autonomía Universitaria, que nunca llegó a ser
aprobada, y los segundos la citada L.O.E.C.E., que lo fue, y su complemento
indispensable la Ley de Financiación de la Enseñanza Obligatoria, inspirada en
la idea del "cheque escolar", que no llegó a serlo. Una partición que
recuerda la que ya llevara a cabo Napoleón al poner bajo control estatal los
liceos y las universidades de su tiempo, asegurando en ellos una enseñanza
laica, racionalista y relativamente liberal, al mismo tiempo que entregaba la
escuela primaria al control de la iglesia, anunciando así que la instrucción
sería menos importante que la disciplina y el adoctrinamiento para las clases
populares. En consecuencia, la L.A.U. sería una ley liberal y moderadamente
avanzada, plegada en buena parte a los intereses corporativos de la Universidad
pero que podría resistir perfectamente la comparación con la Ley de Reforma
Universitaria, mientras la L.O.E.C.E. y la abortada L.F.E.O. estarían hechas a
la medida de los deseos de la iglesia y la patronal de la enseñanza.
La ley ponía todo el
énfasis en el derecho de los padres "a elegir el tipo de educación que
deseen para sus hijos y a que éstos reciban, dentro del sistema educativo, la
educación y la enseñanza conforme a sus convicciones filosóficas y
religiosas" (art. 5), contrapartida de la libertad reconocida a "toda
persona física o jurídica, pública o privada (...) para establecer y dirigir
centros docentes" (art. 7).
A los profesores les
garantizaba la "libertad de enseñanza" (no "de cátedra", la
fórmula de la Constitución, que por otra parte tampoco especificaba quiénes
eran sus titulares), "dentro del respeto a la Constitución, a las leyes,
al reglamento de régimen interior y, en su caso, al ideario educativo propio
del centro" (art. 15). Al personal del centro en general, el derecho a
reunirse en éste "siempre que no se perturbe el desarrollo normal de las
actividades docentes" y previa comunicación al director (art. 17).
En cuanto a las
asociaciones de padres de alumnos, se les señalaban como finalidades defender
los derechos de los padres en lo concerniente a la educación de sus hijos,
elegir representantes y participar en los órganos del centro, colaborar en la
labor educativa y especialmente en las actividades complementarias, orientar al
conjunto de los padres y colaborar con el claustro en la elaboración del
reglamento de régimen interior, todo ello, también, "respetando el reglamento
de régimen interior y, cuando lo hubiere, el ideario del Centro" (art.18;
cómo se puede elaborar un reglamento respetando el reglamento es algo que
dejamos a la imaginación del lector). También podrían reunirse en el centro, en
las mismas condiciones que el personal, y federarse o confederarse.
En lo que concierne
a los alumnos, aparte del derecho a la educación, el respeto, el acceso a los
recursos, etc., se consideraba su derecho "a la participación activa en la
vida escolar y en la organización del Centro en la medida en que la evolución
de las edades [sic] de los alumnos lo permita" y "a formular
ante los profesores y la dirección del Centro cuantas iniciativas, sugerencias
y reclamaciones estimen oportunas" (art. 36).
De manera general,
la ley afirmaba: "Los profesores, los padres, el personal no docente y, en
su caso, los alumnos intervendrán en el control y gestión de todos los centros
sostenidos por la Administración con fondos públicos" (art. 16).
Los órganos
colegiados previstos por la ley eran el claustro de profesores, el Consejo de
Dirección y la Junta Económica (art. 24). La composición del Consejo de
Dirección era, en los centros públicos de E.G.B., la siguiente: el director, el
jefe de estudios, cuatro representantes elegidos por el claustro, cuatro
representantes de la A.P.A., dos alumnos de segunda etapa elegidos por los
delegados, un representante elegido por el personal no docente, un miembro de
la corporación municipal y, con voz y sin voto, el secretario del centro.
Nótese que, para los padres, la elección debía llevarla a cabo la Asociación,
no el conjunto de aquéllos, lo que se prestaba a todo tipo de maniobras (por
ejemplo, asociaciones promovidas por la dirección o, simplemente, manejadas por
un pequeño número de padres); para los representantes de los alumnos, la
elección era indirecta en segundo grado, pues los electores no eran el conjunto
del alumnado sino tan solo los delegados (sobre cuya elección, por otra parte,
la ley no especificaba nada). En los centros de Bachillerato y Formación
Profesional, la composición del Consejo era la misma excepto la lógica falta de
especificación sobre que los alumnos debieran pertenecer a una u otra etapa y
la eliminación del miembro de la corporación municipal (art. 26.1).
Entre sus competencias,
destaquemos las más relevantes: aprobar el reglamento de régimen interior
"elaborado por el claustro de profesores junto con la Asociación de Padres
de Alumnos", "definir los principios y objetivos educativos
generales", "informar la programación general", "velar por
el cumplimiento de las disposiciones vigentes sobre admisión de alumnos",
"aprobar el plan de administración de los recursos elaborado por la Junta
Económica y previa audiencia del claustro" y "asistir y asesorar al
director en los asuntos de su competencia" (art. 26.2). Nótese que no se
preveía ninguna intervención relativa a la elección del director, pues la ley
era en otro momento taxativa: "la Administración seleccionará y nombrará
al director, de acuerdo en todo caso con los criterios de mérito, capacidad y
publicidad" (art. 25.2).
La Junta Económica,
compuesta por el director, el secretario (esta vez con voto), dos
representantes del claustro y tres de la asociación de padres de alumnos, no
contaría con presencia alguna de los alumnos.
Todo esto en los
centros públicos, pues el Título III de la ley, dedicado a los centros privados
y espectacularmente breve, era decididamente favorable a los propietarios:
"Se reconoce a los titulares de los centros privados el derecho a
establecer un ideario educativo propio dentro del respeto a los principios y
declaraciones de la Constitución. Asimismo, podrán contratar el personal del
Centro y ejercitar los derechos y deberes dimanantes de esas relaciones
contractuales con el personal, asumir la gestión económica del Centro y la
responsabilidad del funcionamiento del mismo ante la Administración, padres de
alumnos, profesorado y personal no docente" (art. 34.1). O sea,
prácticamente plenos poderes.
El estatuto o
reglamento de régimen interior debían incluir, en todo caso, la figura del
director y la del claustro, pero la ley no especificaba nada sobre las
funciones de éstos ni sobre la elaboración de aquél (art. 34.2). En fin, la ley
señalaba que padres y profesores tendrían el mismo número de representantes, y
en conjunto no menos de la mitad, en el Consejo de Centro y en la Junta
Económica (art. 34.3), misteriosos órganos sobre cuya composición no se decía
más, sobre cuyas competencias no se indicaba nada, que aparecían en este
apartado por primera y última vez y que no habían sido enunciados entre los que
debería forzosamente considerar el estatuto o reglamento.
Sintetizando, lo
característico de esta ley es la fuerte concentración de poderes en las figuras
del director, en los centros públicos, y del titular en los privados, con el
consiguiente vaciado de contenido de la participación colegiada de los
distintos sectores.
En los primeros,
esto se concreta en la selección y nombramiento del director por la
Administración, sin intervención alguna de profesores, padres y alumnos, ni
siquiera prevista en términos consultivos. A mayor abundamiento, los
representantes de estos dos últimos sectores surgen a través de procedimientos
indirectos, de estructuras más manejables desde el aparato del centro ‑‑por
tanto, desde la dirección‑‑, como son las A.P.A. y los delegados de
grupo o de curso.
En los segundos ‑‑y
sólo, además, cuando son sostenidos con fondos públicos‑‑, las
competencias y la existencia misma de los órganos colegiados se plantean de
forma nebulosa. Por un lado se afirma el derecho de todos los sectores a
intervenir en la gestión y el control de los centros, pero por otro se conceden
a los titulares competencias tan amplias, explícitamente defendidas, además,
frente a los colectivos implicados, que resulta difícil saber dónde queda
espacio para una participación efectiva. Así, por ejemplo, si el titular puede
ejercitar sin limitaciones específicas "los derechos y deberes dimanantes
de [las] relaciones contractuales con el personal [y] asumir la gestión
económica del Centro y la responsabilidad del funcionamiento del mismo ante
la Administración, padres de alumnos, profesorado y personal no docente"
(subrayado nuestro), ¿dónde queda la participación de todos éstos?
La regulación de la
participación colegiada en los centros privados es tan vaga que, si por un lado
podría plantearse una interpretación que asimilara, por analogía, las figuras
del claustro y la junta económica en éstos a lo planteado para ellas en el
título relativo a los centros públicos, y el consejo de centro de la enseñanza
privada a lo dicho para el consejo de dirección en la pública (pero, en este
caso, el cambio de nombre no puede ser inocente), por otro, la mera enunciación
del estatuto o reglamento de régimen interior con anterioridad a cualquier
órgano colegiado, así como que éstos deban derivar de aquél en vez de hacerlo
aquél de éstos, empujan a pensar que la intención de la ley era otorgar al
titular la máxima discrecionalidad, con el mínimo de obstáculos por parte de
cualquier estructura colegiada.
En fin, los derechos
reconocidos genéricamente a profesores, padres y alumnos quedan siempre
supeditados a las prerrogativas de la Administración y las competencias del
director, en los centros públicos, y los derechos del titular y el contenido,
en su caso, del ideario, en los centros privados.
La Ley Orgánica del
Derecho a la Educación de 1.985
La Ley Orgánica del
Derecho a la Educación fue, sin duda, la más polémica de las iniciativas
legislativas de los socialistas desde su llegada al poder, si exceptuamos, tal
vez, la permanencia en la O.T.A.N. (en cuyo caso seguiría siendo, al menos, la
más polémica frente a la derecha conservadora). Los socialistas ya habían
planteado desde la oposición, a nuestro entender con buen criterio, que la
L.O.E.C.E. había roto el espíritu de consenso del artículo 27 de la
Constitución o, como mínimo, lo había forzado en demasía (y así lo entendió
también el Tribunal Constitucional). La derecha, sin embargo ‑‑o
precisamente por ello‑‑, vio en la L.O.D.E. lo que los socialistas
en la L.O.E.C.E., pero al revés, y desdencadenó en torno a ella una verdadera
"guerra escolar".
La L.O.D.E.
garantiza sin condiciones a los profesores la libertad de cátedra (art. 3) y, a
éstos y a todos los sectores del centro, el derecho a reunirse en el mismo sin
otra limitación que "el normal desarrollo de las actividades
docentes" (art. 8).
Para los padres
reconoce el derecho a elegir centro docente y a decidir la "formación
religiosa y moral" que recibirán sus hijos (art. 4), pero no a que sus
convicciones en estos terrenos impregnen también la enseñanza. Asimismo,
proclama su libertad de asociación (art. 5) y establece la elección directa de
sus representantes en el Consejo Escolar (arts. 41 y 56). Entre los fines de sus
asociaciones figuran "colaborar en las actividades educativas de los
centros", "promover la participación" y "promover
federaciones y confederaciones" (art. 5).
En cuanto a los
alumnos, la ley proclama su derecho a "asociarse, en función de su edad, creando
organizaciones de acuerdo con la ley y con las normas que, en su caso,
reglamentariamente se establezcan" (art. 6). Estas asociaciones tendrán
entre sus finalidades "expresar la opinión de los alumnos",
"colaborar en la labor educativa de los centros y en las actividades
complementarias y extraescolares", "promover la participación" y
"promover federaciones y confederaciones". La elección de sus
representantes en los órganos colegiados será directa (arts. 41 y 56). Participan,
como se verá a continuación, en el Consejo Escolar, desde la segunda etapa de
la E.G.B., pero con algunas importantes limitaciones: no intervendrán o
revocación del director ni de otros miembros del equipo directivo, en ningún
caso, ni en la contratación o despido de los profesores en los centros
concertados (art. 58; en los públicos no sólo no intervendrán ellos, sino
tampoco profesores ni padres, en lo que podrían ser figuras equivalentes como
la adscripción o los traslados).
Los órganos
colegiado de participación que se prevén son básicamente los mismos para los
centros públicos y los privados concertados, aunque sus competencias varían:
consejo escolar y claustro de profesores (arts. 36 y 54). En los centros
públicos deberá existir, además, una comisión económica en el seno del consejo
escolar (art. 44).
En los centros
públicos, el consejo escolar estará compuesto por el director, el jefe de
estudios, un representante del Ayuntamiento, el secretario con voz y sin voto,
una representación de los profesores elegida por el claustro y una
representación de padres y alumnos, elegidos por sus respectivos sectores, no
pudiendo ser ninguno de los dos citados bloques inferior a un tercio del total
del consejo (art. 41). Entre sus competencias figuran las de elegir y proponer
la revocación del director, designar al equipo directivo propuesto por éste,
aprobar el presupuesto y la programación anual de las actividades escolares,
aprobar el reglamento de régimen interior y supervisar la actividad general del
centro (art. 42).
En los centros
concertados, el consejo escolar estará formado por el director, tres
representantes del titular, cuatro de los profesores, uno del personal de
administración y servicios, cuatro de los padres y dos de los alumnos (art.
56). Desaparece, pues, el representante de la Administración municipal y
aparecen los tres representantes del titular, además de quedar enteramente
precisada la representación de los sectores. El nombramiento del director (o su
cese) requiere el acuerdo entre el titular y el consejo escolar, adoptado en
éste por mayoría absoluta, si bien, en caso de desacuerdo, el consejo tendrá
que conformarse con elegir entre una terna presentada por el titular.
La ley reconoce que
"toda persona física o jurídica de carácter privado y de nacionalidad española
tiene libertad para la creación y dirección de centros docentes privados"
(art. 21). Corresponde también al titular presentar ante el consejo el proyecto
de presupuesto y, al equipo directivo, presentar la programación general anual
(art. 57).
En suma, la ley
otorga competencias mucho más amplias que cualquier otra al consejo escolar,
reconociendo la autonomía de los centros en su funcionamiento, lo que se
expresa sobre todo en la elección de los directores de los centros públicos por
los consejos.
En cuanto a los
centros privados, reconoce la libertad de los sujetos de derecho privado a
establecer y dirigir centros de enseñanza, pero limita sensiblemente
este segundo aspecto a través de las competencias asignadas al consejo escolar.
Las competencias acordadas al titular lo son, por comparación con los centros
públicos, en parte a expensas del consejo (como en el establecimiento del
ideario, la elección del director o la presentación del presupuesto) y en parte
a expensas del claustro (como en la programación de las actividades, que pasa a
corresponder al equipo directivo). En contrapartida, el titular pierde
competencias en todos estos terrenos si comparamos con la situación anterior a
la ley; y las pierde también, sobre todo, en la contratación del profesorado,
que pasa a realizarse según los criterios que establezca el consejo sobre la
base de los principios de mérito y capacidad y por una comisión nombrada por
éste e integrada por el director, dos profesores y dos padres.
Tres modelos de
gestión y participación
Cada una de las tres
leyes cuyo contenido en torno a la participación acabamos de resumir y comentar
representa un equilibrio, o más bien un desequilibrio, particular de los cuatro
poderes a los que nos referimos al inicio: burocrático, patrimonial,
profesional y comunitario. De hecho, cada una de ellas podría ser definida por
el predominio de dos de estos poderes, uno de ellos en posición dominante y el
otro en posición subordinada. Veámoslo.
La Ley General de
Educación regulaba de forma autoritaria el funcionamiento de los centros
públicos y corría un tupido velo sobre el de los centros privados. Lo primero,
difícilmente podría haber sido de otro modo en el contexto de un régimen
político dictatorial. Lo segundo era el efecto de la amplia libertad reconocida
al capital y de la alianza privilegiada entre una parte del aparato del Estado
(fundamentalmente el ejército) y la iglesia que dio origen al régimen. Como
reza el art. 6.1 de la ley, "el Estado reconoce y garantiza los derechos
de la Iglesia católica en materia de educación, conforme a lo concordado entre
ambas potestades." Sin embargo, no es necesario esforzarse mucho para
comprender que, bajo la dictadura, los centros privados, especialmente los no
pertenecientes a la iglesia pero también, en última instancia, éstos, estaban
sometidos a rigurosas formas de control a través de la inspección y de otros
mecanismos. Podemos decir, pues, que la L.G.E. representa, en lo relativo a la
gestión de los centros y la participación ‑‑esta última prácticamente
inexistente‑‑ un modelo burocrático-patrimonial.
No obstante, otros
elementos no dejaron de estar presentes. El poder profesional lo estaba, muy
limitadamente, a través de la existencia del claustro y de los privilegios de
los profesores de secundaria sobre los de primaria (sólo éstos oídos para el
nombramiento del director, y con más competencias reconocidas, como vimos
anteriormente). El poder comunitario, en fin, se diluía tras la invocación
atomística a los padres aislados y se manifestaba apenas en el plano del
discurso.
La Ley Orgánica del
Estatuto de Centros Escolares reconocía prácticamente plenos poderes a los
propietarios de los centros ‑‑los titulares‑‑,
supeditando plenamente a éstos la participación de padres y profesores. Que la
Administración educativa gozara de amplias competencias en los centros
estatales no significa que se pretendiera un especial peso del Estado como
regulador del conjunto de la enseñanza, sino simplemente que éste era
reconocido como propietario de sus centros. Sin duda el principal
derecho del propietario, privado o público, era el de elegir al director. No
obstante, la ley reconocía ya una amplia gama de competencias a los claustros y
cierta autonomía a los profesores aislados, colocándolos siempre en posición de
ventaja frente a alumnos y padres. En este sentido, podemos decir que la
L.O.E.C.E. representaba un modelo patrimonial-profesional.
El elemento
comunitario era reforzado a través de la presencia de padres y alumnos en los
consejos de dirección y de centro (con la ya comentada ambigüedad de estos
últimos) y de sus competencias, pero obstaculizado a través de la parquedad de
éstas y de formas indirectas o parciales de elección. El elemento burocrático
seguía presente a través de la condición de propietario del sector público en
sus centros y de su exclusividad como único elemento potencial de contrapeso al
poder de los titulares privados en los suyos.
La Ley Orgánica del
Derecho a la Educación vino a reforzar las competencias de claustros y
consejos, unificando la figura de estos últimos para los centros públicos y
privados y concediéndoles el derecho a elegir al director, en los primeros, o a
consensuarlo con el titular, en los segundos. No obstante, reforzó
especialmente el papel de los claustros, con competencias casi exclusivas en lo
relativo a los procesos centrales de la educación, dejando en contrapartida a
los consejos escolares competencias demasiado generales o externas al núcleo de
esos procesos, y garantizando mayoría a los profesores frente a los padres por
medio de la acumulación de sus representantes con el director y, en su caso, el
jefe de estudios o los representantes del titular. En todo caso, eliminó los
procedimientos indirectos o parciales en la elección de los representantes de
alumnos y padres de alumnos y reforzó las competencias de los órganos de que
formarían parte, reforzando así el elemento comunitario. Podemos decir, pues,
que la L.O.D.E. representa un modelo profesional-comunitario.
El elemento
burocrático está menos presente, casi ausente, en la gestión en el ámbito del
centro, lo que no significa su desaparición: simplemente queda relegado al
ámbito exterior a éste, a la configuración del contexto en que ha de moverse
(lo que, además de ser un simple hecho, se manifiesta como voluntad en la no
previsión de estructuras horizontales y piramidales de coordinación de los
consejos escolares, en lugar de las cuales se pone en pie un Consejo Escolar
del Estado, aunque plural, nombrado desde arriba y con funciones puramente
consultivas). El elemento patrimonial, por su parte, continúa también presente
en el peso de los titulares en los consejos escolares de los centros privados y
en su prevalencia, en última instancia, caso de que no se logre el consenso
propuesto (por ejemplo, en la elección del director).
La secuencia seguida
resulta bastante conforme a la evolución reciente de la sociedad española: del
intervencionismo al mercado, del imperio del capital a la aceptación de los
derechos de los trabajadores, de la presunción de armonía a la agregación y
mediación de intereses, del autoritarismo estatal al reconocimiento de la
sociedad civil. Sin embargo, el camino recorrido consiste todavía,
esencialmente, en una especie de turno de diversos poderes preexistentes:
burocrático, patrimonial, profesional, paternal.
El Estado, bajo la
presión de la sociedad, ha cedido competencias, y la propiedad ha tenido que
renunciar a ellas, no sin batallar, por imperativo de aquél. Sin duda con ello
han ganado los otros dos poderes que sólo gracias a ello logran alguna fuerza:
la profesión y la comunidad. Más discutible resulta si esta última sale también
beneficiada con el hecho de pasar de estar subordinada al Estado y a la
propiedad a estarlo a la profesión. Es probable que sí, pues, al fin y al cabo,
a su condición de estructura de monopolio del poder la profesión une también
algo de lo que su discurso oficial permanentemente invoca: la vocación, en este
caso la vocación de educar. Sin embargo, si bien la propiedad ‑‑la
propiedad capitalista, que es la que aquí importa‑‑ es siempre
bastante igual a sí misma, el Estado y el grupo profesional son entidades
altamente variables. Y sucede que el Estado ha pasado de ser autocrático a ser
democrático mientras la profesión perdía parte de sus elementos vocacionales y
de servicio en favor de sus dimensiones más corporativas. La comunidad, pues,
puede llegar a necesitar ser defendida del grupo profesional por el poder
público.
Tal vez el siguiente
paso a dar sea hacia un modelo consensual en el que ninguna de las
partes entre las que ahora se distribuye lo fundamental del poder pueda imponer
nada a la otra. En términos legales y reglamentarios, esto podría lograrse, en
el ámbito de los centros, mediante el trasvase de competencias del claustro al
consejo escolar y el requisito de mayorías cualificadas para el ejercicio de
las más importantes. Por encima de los centros, el equilibrio a establecer no
es entre la comunidad y el profesorado, sino entre éstos y el Estado, lo que
exigiría la sustitución de organismos fantasmáticos como el Consejo Escolar del
Estado por otros basados en última instancia en las estructuras de
participación de los centros y con competencias normativas y ejecutivas.
Dentro de la
comunidad misma, entendida como el colectivo de padres y alumnos afectos a un
centro, las sucesivas leyes se han mantenido apegadas al reconocimiento de la
autoridad paterna, privilegiando la representación de los padres sobre la de
los alumnos, si bien con un creciente reconocimiento de los derechos de éstos.
Pero si el papel de la participación de los alumnos ha de consistir en algo más
que en legitimar con su presencia lo que otros deciden y desviar sus demandas
hacia vías muertas; si se pretende dotarlos de un poder real y hacer de su
participación una experiencia formativa en el ejercicio de la libertad y la
democracia, entonces es necesario elevar su representación e incluirlos también
en mecanismos consensuales que no permitan a ningún otro colectivo decidir al
margen de ellos.