YO, NOSOTROS, TODOS:

AUTONOMÍA PROFESIONAL, ORGANIZACIÓN FLEXIBLE Y ESCUELA RED

 

Mariano Fernández Enguita

 

La autonomía de los centros de enseñanza es hoy un valor asumido. En él confluyen las viejas demandas de independencia profesional de los docentes, gestión democrática de los centros y participación de los sectores implicados o de la comunidad escolar. A primera vista parece algo que no necesita demasiada explicación, pues se asume  a priori que más democracia, más autonomía o más participación siempre serán mejores que menos. Sin embargo, las cosas más obvias son, a veces, las que más se apartan de la verdad. Evidencias mucho más sólidas, tales como que el sol gira alrededor de la tierra o que las mujeres se dedican a la casa y a la familia, han  podido ser cuestionadas, de manera que no veo razón para que no podamos interrogarnos sobre los fundamentos de la autonomía de profesores y centros. En este artículo argumentaré, primero, que la autonomía de centros y profesores no es ningún valor absoluto, sino supeditado al derecho a una educación igualitaria y de calidad, y que su mejor fundamento está precisamente en esto, en la búsqueda de la calidad; segundo, que la calidad también requiere flexibilidad organizativa, en lo que debe traducirse la autonomía; tercero, que la calidad exige, asimismo, apertura y cooperación con el entorno, lo que denomino una escuela-red. Vamos allá.

La autonomía: ¿por democracia o por eficacia?

Que necesitemos y deseemos una sociedad liberal y democrática no significa, ipso facto, que las escuelas deban ser también liberales y democráticas. Queremos una sociedad liberal porque queremos mantener ámbitos de autonomía individual en los que nadie pueda interferir (básicamente los llamados derechos civiles: libertad de conciencia, de residencia, de movimiento, etc.). Al mismo tiempo, queremos una sociedad democrática por que no somos individuos puramente aisladas, sino con un puñado de intereses comunes y otro de intereses contrapuestos, y creemos que la mejor forma de atender los unos y de dirimir los otros es el gobierno de la mayoría unido al respeto a las minorías (de donde los derechos políticos: asociación, manifestación, sufragio, etc.). Sin embargo, ello no nos lleva, por ejemplo, a conceder derechos liberales y democráticos a los militares en el ejercicio de su función (sí como ciudadanos, pero al margen de ésta): un soldado no puede actuar por su cuenta (no tiene autonomía), y un cuartel no puede elegir a sus jefes (no hay gestión democrática). Pero ello no los convierte en un obstáculo para la democracia, ya que dependen, en última instancia, de autoridades democráticamente elegidas (porque somos una sociedad democrática) y han de actuar, en todo caso, de acuerdo con la ley (porque somos un Estado de derecho). De hecho, lo último que deseamos para ellos es autonomía, menos que para nadie para los profesionales, pues ya supimos de ella el 18/07/36 y el 23/02/81.

He elegido deliberadamente el ejemplo de los militares, pero podría añadir decenas de otros: fiscales, inspectores de hacienda, economistas del Estado, diplomáticos, curas, etc. Incluso en las profesiones liberales por excelencia, tales como la medicina, la abogacía o la arquitectura, la mayoría de los profesionales trabajan dentro de estructuras jerárquicas. Y, entre las profesiones organizacionales (a las que pertenece el profesorado, no a las liberales), en aquélla que tiene por norma sagrada la independencia, la judicatura, toda instancia puede ser sometida a revisión por las instancias superiores, y éstas actúan de manera colegiada. La cuestión es: si las embajadas no eligen a los embajadores, ni los cuarteles a sus jefes, ni los curas a los obispos, ni los juzgados a sus titulares ¿por qué los profesores sí eligen a los directores? (se recomienda sustituir con esta nueva pregunta la ya habitual: ¿por qué tenemos consejos escolares cuando en los hospitales no hay consejos de pacientes?). No, desde luego, porque la sociedad se vuelva con ello más democrática. De hecho es al revés: para que la sociedad más amplia o la comunidad inmediata puedan decidir qué educación quieren, es imprescindible que no puedan hacerlo en su lugar los profesores. Las prerrogativas y competencias de los grupos profesionales son, en todo caso, límites u obstáculos a la democracia (lo cual no supone que tales límites sean necesariamente indeseables, pero sí que no son indiscutibles).

Cuestión distinta es si por democracia se entiende la democracia de y para los profesores. Esto no sería nuevo, pues ya los griegos inventaron una democracia y una isonomía que se referían sólo a un puñado de hombres libres, dejando fuera a las mujeres, los esclavos y los inmigrantes; de hecho, podían ser demócratas y ocuparse tanto de la cosa pública porque otros se ocupaban de alimentarlos. En vena similar, los nobles medievales se sentían tremendamente ofendidos por que el rey pretendiese ser algo más que un primus inter pares (el primero entre iguales) pero no tenían el menor escrúpulo en someter a servidumbre a la mayoría de la población (sustitúyase a nobles, reyes y siervos por profesores, directores y alumnos/padres, y se obtendrá ¡la llamada dirección participativa!).

El problema reside en que el norte del sistema escolar no reside en el derecho a la realización personal, la autonomía profesional o la participación democrática del profesorado (estos derechos, si es que cabe llamarlos así, no son más de los profesores que de cualesquiera otros trabajadores, y sabemos bien que para éstos, tanto en el sector público como en el privado, en el capitalismo como en el socialismo, en las corporaciones como en las cooperativas, están supeditados o han de hacerse compatibles con los fines de la organización). Su norte reside en el derecho a la educación, del que son titulares los alumnos y, por extensión, sus familias, y la función de las escuelas es satisfacer de manera eficaz ese derecho. El criterio de la organización escolar, por tanto, no es la democracia, sino la eficacia o, si se prefiere, la calidad (se me disculpará el uso de este término en los tiempos que corren, pero no por eso voy inventar alguna palabra nueva). No porque la eficacia en general sea algo de mayor valor que la democracia en general (no necesitamos entrar en esa discusión), sino porque la democracia quiere eficacia (la sociedad quiere la mejor educación para todos) y porque la eficacia de hoy (una buena educación) es la democracia de mañana (unos buenos ciudadanos).

La buena noticia es que la búsqueda la eficacia y de la calidad educativas requiere autonomía de los centros. Por tres motivos: la diversidad social, el cambio social y la interactividad del proceso educativo. Diversidad social quiere decir, simplemente, que ningún alumno es igual a otro, ningún grupo es igual a otro y ninguna comunidad es igual a otra. Cambio social, que los alumnos de hoy son bastante distintos de los de hace diez años, notablemente diferentes de los de hace veinte, incomparables con los de hace treinta… Interactividad, que el alumno no es un simple objeto pasivo de la acción del profesor, sino un sujeto con sus propios fines, expectativas, reacciones, etc., lo que hace imprevisibles tanto los resultados de la actuación docente como las oportunidades de la actividad discente. Es por esto que ningún sistema educativo puede funcionar a partir de fórmulas y recetas generales, válidas urbi et orbi, para las distintas personas, situaciones, lugares, momentos, culturas, clases… No es que nadie haya pensado en ello, sino que resulta inviable. Tiempo hubo en que en todos los lycées franceses, por ejemplo, se explicaba la misma lección a la misma hora, siguiendo directivas nacionales, pero es que entonces eran muy pocos los que estudiaban, una exigua minoría de futuros funcionarios y oficiales, procedentes de los estamentos y clases acomodados, capaces de adaptarse a la demanda de uniformidad de un sistema que, por otra parte, estaba hecho a imagen y semejanza de su medio cultural y social. Como también hubo un tiempo en que en toda la enseñanza primaria se seguían rutinariamente parecidos ritmos y actividades, arropados en la profunda convicción de que, si alguien no era capaz de adaptarse a ello, era su problema, derivado de su propia incapacidad (después de todo, esa enseñanza primaria llegaba sólo nominalmente a todos, pues dejaba a muchos fuera desde el principio, y, en todo caso, ocupaba sólo una pequeña parte de sus vidas).

En estas circunstancias, una buena educación exige un conocimiento que sólo puede ser local, sobre el terreno, y que ni la Administración más ilustrada y entregada sabría sustituir. La superioridad del conocimiento local sobre el burocrático es un viejo postulado de todas las corrientes del liberalismo, desde Weber hata Hayek (véanse M. Weber, Economía y Sociedad, México, 19774 —ed. orig. 1922—, 179, y el artículo de F. Hayek de 1945: “The use of knowledge in society”, o su libro La présomption fatale, París, PUF, 1993, 107-109). La actuación y el desempeño del alumno y del grupo, su evaluación, etc., son las señales con las que el profesor elabora y actualiza su diagnóstico sobre los mismos (no se entienda el término diagnóstico en su estrecho sentido médico, sino como la capacidad de elegir entre distintas pautas de actuación establecidas pero alternativas, es decir, como el ejercicio del conocimiento profesional). Esto, claro está, requiere del profesorado una cualificación (una formación inicial y permanente) más amplia (un mayor repertorio de competencias), más profunda (una mayor capacidad de abstracción) y más crítica (una mayor capacidad de criterio independiente) que la que hoy proporcionan las instituciones al efecto.

Nótese, sin embargo, que conocimiento local quiere decir aquí del profesor individual, pero no sólo, sino también del equipo pedagógico y de la comunidad; establecer el lugar de cada uno es algo que, de momento, queda pendiente. Ya tenemos, pues, un argumento a favor de la autonomía, pero nada tiene que ver con la democracia, que sólo vuelve a aparecer por la puerta de atrás: por un lado, debido a que, si ese conocimiento sobre el terreno no es poseído en su totalidad por cada profesional individual, sino que es compartido y está repartido entre el conjunto de los profesionales del centro, habrá que arbitrar mecanismos para la aplicación del conocimiento colectivo, y uno de ellos bien puede ser la democracia, es decir, la decisión colectiva (pero también puede serlo, sin embargo, la meritocracia, es decir, la autoridad de los mejores, los más expertos, etc., así como alguna combinación de ambas); por otro, si hay en todo caso un importante ámbito de autonomía individual, y si ésta ha de tener como contrapartida cierto grado de conformidad y de compromiso, todo indica que se requerirá un alto nivel de consenso (se asumen como propios los fines del centro y del sistema) o, al menos, de consentimiento (se aceptan como legítimos), y la democracia es (junto al carisma y la tradición) una fuente de legitimidad.

Organizaciones flexibles

La cultura profesional de los docentes, tanto maestros como profesores de secundaria, está dominada en gran medida por la figura del practicante solitario. Como situación de hecho, el profesor se encuentra a gusto o, al menos, a resguardo en su aula, con su grupo, ante su materia, pero no tanto en los consejos, claustros, comisiones, reuniones. Como marco de referencia, sus aspiraciones vuelan siempre en pos de la figura idealizada del profesional liberal (el médico, de preferencia) como alguien en cuyo trabajo nadie interfiere. Sin embargo, la buena educación depende cada vez menos del profesor y más de la organización (esto no es exclusivo de la enseñanza, pero aquí cuesta más aceptarlo). Entre profesores especialistas, de apoyo, monitores, cuidadores, etc. el alumno pasa más tiempo escolar lejos que cerca de su maestro-tutor —por no hablar ya de la secundaria, donde, por definición, cada profesor se ocupa sólo de su materia—. En otras palabras, no puede haber una buena educación sin una buena organización, con independencia de la calidad del profesorado.

Aquí hay mucho que aprender del mundo de la empresa (lo siento por aquéllos a quienes se les acelere el pulso con sólo leer la frasecita: quizá debieran curarse de espanto repitiéndola unos cientos de veces, hasta lograr pronunciarla sin sobresaltos). Durante decenios, éste estuvo dominado por el modelo taylorista-fordista. Se basaba en el supuesto de que, existiendo un flujo constante y seguro de recursos (materias primas y fuerza de trabajo) y grandes mercados previsibles a largo plazo (debido al acceso a los productos indiferenciados del consumo de masas: electrodomésticos, automóviles, etc.), los procesos de producción podrían diseñarse desde arriba y estandarizarse con carácter general. Pero, a finales de los sesenta y primeros setenta dejaron de ser constantes los flujos de recursos (crisis del petróleo, escasez y carestía de  materias primas, huelgas salvajes no controladas por las centrales sindicales) y previsibles los mercados (fluctuaciones de la demanda económica, exigencia de productos diferenciados, sucesión más rápida de las modas), imposibilitando la estandarización a largo plazo. Las viejas empresas de la segunda revolución industrial entraron abiertamente en crisis: automóvil, electrodomésticos, confección, etc. Pero, por doquier, fue surgiendo un nuevo modelo de organización, generalmente conocido como especialización flexible (la descripción canónica de este modelo organizativo es la de M. Piore y F. Sabel, La segunda ruptura industrial, Madrid, Alianza, 1990, ed. orig. 1984). En lugar de grandes series, se producían pequeñas series; en vez de maquinaria y mano de obra especializadas, se empleaban maquinaria universal y mano de obra polivalente; donde antes la dirección monopolizaba toda la capacidad de decisión, ésta pasó a ser compartida con sucesivos escalones de la jerarquía productiva (los ciclos del diseño a la producción tenían que ser mucho más cortos). Para los trabajadores, este cambio significó la exigencia de una cualificación más elevada y más amplia, así como de una mayor capacidad de iniciativa y una mejor disposición para cooperar con la producción. Para las organizaciones significó olvidar las estructuras estables, a las que se subordinaban los procesos, y sustituirlas por estructuras flexibles, adecuadas a cada proceso. Por eso se bautizó este modelo como de especialización flexible. Las comparaciones empresa a empresa, sector a sector, región a región o país a país indicaban siempre lo mismo: que la especialización flexible ofrecía resultados mucho mejores que el fordismo, tanto más en contextos de crisis. Las empresas que adoptaron este modelo pudieron hacer distintas cosas, abordar distintos procesos y situaciones, con un núcleo estable, mientras que las aferradas al anterior se vieron abocadas a alternar despidos y contrataciones masivos.

Traslademos esto al campo de la enseñanza. Los insumos de la enseñanza están asegurados (la enseñanza obligatoria es más efectiva en su reclutamiento y ha sido prolongada, y las pre y post-obligatorias resultan ya, al menos, obligadas), pero también son cada vez más diversos, pues incluyen a alumnos de desiguales capacidades, distintas vocaciones, diferentes clases sociales, variadas culturas, múltiples orígenes nacionales. Las salidas son tal vez más interesantes, pero también más diversas y más inciertas y cambiantes (entiéndase por salidas los mercados de trabajo, las carreras superiores o las otras demandas de la sociedad al sistema educativo no universitario). En otras palabras, al igual que les sucedió a las empresas, las escuelas ven tambalearse sus fuentes de recursos y sus mercados y deben, como ellas, adoptar formas de organización más flexibles, tanto en lo que concierne a la estructura de los centros como en lo que se refiere a la definición de los cometidos asociados a los puestos de trabajo. En este punto, la única diferencia entre empresas y escuelas es que, dado que éstas cuentan con un público cautivo, las consecuencias de su obsolescencia organizativa no recaerían sobre los trabajadores sino sobre dicho público —en otras palabras, no se traducirán en una caída de las ventas y en la destrucción de puestos de trabajo, sino en un derrumbe de la calidad de la educación— (si otra vez le duele algo después de este párrafo, repita el ejercicio anterior).

Escuelas-red

La reducción de la organización a una suma de practicantes solitarios nunca puede ser total, pero va siempre acompañada de otra: la reducción de la organización al centro. (Y del centro a la plantilla y de la plantilla al profesorado, pero de esto no voy a ocuparme aquí. Baste señalar que la reducción del centro a la plantilla responde implícitamente a la idea de la escuela como institución total, en la que el alumno no es sujeto sino mero objeto; y la reducción de la plantilla al profesorado es un aspecto de la reducción de la educación a instrucción.) Reducir la organización al centro es evacuar de aquélla a las familias de los alumnos y, por supuesto, al resto de la comunidad.  En otro lugar he explicado esto de otro modo:como la tendencia escolar al derrumbe del sistema —el organismo flexible— en la estructura —la burocracia rígida— y de ambos en el agregado —los elementos dispersos— (véase M.F.E., “La organización escolar: agregado, estructura y sistema”, Revista de Educación 320).

Pero lo que resultaba viable cuando la institución estaba situada al margen y por encima de su entorno, cuando tenía por función modernizar a la comunidad en la que se implantaba, se convierte en disparatado cuando, en un contexto de cambio acelerado, no sólo no puede ya imponerse a la comunidad, sino que ni siquiera podría sobrevivir sin ella. En ese proceso de modernización que fue el paso del campo a la ciudad, de la agricultura a la industria, de la economía al mercado, del trabajo por cuenta propia al asalariado, de la cultura oral a la alfabetización, de la tradición a la racionalidad, del estatus al contrato…, la escuela sirvió como instrumento a una parte de la sociedad para arrastrar, de grado o por fuerza, a la otra. El cambio social se ha acelerado, intensificado y extendido, y además se ha tornado imprevisible (en realidad, las previsiones anteriores resultaron todas erróneas, pero eran previsiones y nos permitían actuar como si supiésemos a dónde íbamos; sobre todo, educar creyendo saber, sin mucho esfuerzo, para qué). En estas circunstancias, la escuela ya no tira de la sociedad, sino que se ve agitada y zarandeada como cualquier otra parte de ella y tan perpleja como toda ella. Esto no significa que la educación no tenga un papel, pero sí que vuelve por completo imposible educar a o para la sociedad pero sin la sociedad. Como el cambio está teniendo lugar en todo momento, como surge en todas las esferas sociales, y como mucho de lo que aprenden los profesores casi queda obsoleto antes de que salgan de las facultades, resulta impensable una educación de calidad sin el concierto de la comunidad en la que la escuela trabaja.

Aquí volvemos a encontrar un paralelismo con otras organizaciones y, en particular, con la empresa. En una economía de mercados cambiantes e inestables, la empresa deja progresivamente de identificarse con la organización para hacerlo con la red. Lo que se ha dado en llamar empresa-red es una empresa en el sentido de emprendimiento, no en el de compañía o firma. Se trata de proyectos a medio plazo que involucran en diverso grado a distintas firmas durante su duración, actuando éstas de manera coordinada, sin necesidad de una jerarquía específica (M. Castells, La galaxia Internet, Barcelona, Plaza y Janés, 2001, p. 84). Esta estructura en red es la mediación entre la flexibilidad requerida por el mercado y la rigidez asociada a la estabilidad de la firma. No se trata ya de una empresa-organización produciendo bienes para los que luego buscará mercados, sino de una empresa-proyecto que reúne distintos componentes de varias organizaciones para acceder a un mercado preexistente o potencial. Estas organizaciones, o sus componentes involucrados, cooperan entre sí mientras dura el proyecto, recomponiendo la geometría de su cooperación cuanto sea necesario. No se trata de una red de empresas, ni de una empresa trabajando en red, sino que la red es la empresa, aunque la firma, la vieja organización jerárquica, siga siendo la sede para la acumulación del capital y el encuadramiento del trabajo. (En caso de nuevo estremecimiento, pelos de punta o cualquier otro síntoma similar, dése usted por incurable. Encláustrese de modo definitivo y no deje que la realidad le estropee una feliz vida corporativa.)

Volvamos ahora a la escuela. Donde la empresa encuentra mercados cambiantes, movidos por la demanda, la escuela afronta, como hemos dicho, una sociedad en constante transformación, más diversa y más libre. Cambia el público escolar, cambia la política educativa y cambian las expectativas de individuos y grupos. Los profesores y los centros, sin embargo, no pueden cambiar al mismo ritmo ni con la misma versatilidad, como tampoco podían las empresas. Lo hacen o han de hacerlo, en parte, como organizaciones flexibles, pero nunca será suficiente. Ahora bien: pensemos, por ejemplo, en las diversas actividades presuntamente formativas de los alumnos en el recinto escolar o en el tiempo de permanencia en él. Involucran no sólo al centro de enseñanza, sino a otras organizaciones como las empresas de los comedores (que contratan al personal a cuyo cargo queda el alumnado), de transporte (que deben aportar acompañantes) y de actividades extraescolares (que a menudo es la Asociación de Padres actuando como contratante). A éstas hay que añadir otras instituciones y empresas (como ayuntamientos, granjas-escuela, empresas de tiempo libre…) que acogerán otras actividades ocasionales, pero no irrelevantes, del alumnado. Otras organizaciones podrían colaborar y, en algunos casos, colaboran con los centros. No tiene mucho sentido, por ejemplo, que un docente se devane los sesos imaginando desde cero un proyecto específico de educación no sexista, para la paz, solidaria o medioambiental si no lejos del centro probablemente existen asociaciones dedicadas a esos objetivos que estarían dispuestas a colaborar y que cuentan con un valioso conocimiento al respecto, que el profesor debería complementar con su específico conocimiento pedagógico, no sustituir con su labor de aficionado militante.

Pues bien, todo eso es lo que podemos llamar la escuela-red. No se trata ni de una simple reorganización del centro (aunque también pueda ser necesaria) ni de una red de centros, sino de una red que ella misma es la escuela, constituida por partes tanto del centro (otras, en cambio, no tienen por qué estar involucradas: la coordinación del profesorado de educación infantil con el personal al cuidado del desayuno o la comida, en su caso, puede ser más importante que con el profesorado de la ESO) como de otras organizaciones. Cada centro pasaría entonces a ser eso mismo, pero en sentido ya no metonímico sino metafórico: el centro o, si se prefiere, el nodo más importante de la escuela-red, debido tanto a su mayor peso en la actividad docente como a la más pertinente especialización de su personal. Pero seguiría siendo una red, no una organización ampliada con diversos auxiliares al servicio de maestros y profesores o al quite de los problemas que éstos no sepan o no quieran afrontar. En tal sentido, la demanda insaciable de más recursos para la reforma, como si todo debiera estar en la escuela, habría de ser sustituida por la apertura del centro a la colaboración sistemática con el entorno. Huelga añadir que esta cooperación no puede consistir en una colonización. No se trata de poner el entorno al servicio del centro y de su personal (como habitualmente esperan los profesores, por ejemplo, de los padres), sino de cooperar como iguales, aunque el centro sea el centro (como en Cheshire, hasta un gato debe poder mirar a su rey).

Malos tiempos

No quiero cerrar sin una breve referencia a la Ley de Calidad auspiciada por el gobierno. No voy a detenerme en aspectos sin duda más importantes, como la estructura general del sistema educativo, pero que caen fuera del ámbito de este artículo y ya he tratado en otros lugares (Véase MFE, “En defensa de la educación pública amenazada”, El País 17/06/02, , o el documento “Los itinerarios (los abiertos y los encubiertos)”, en http://www.leydecalidad.org/). Me interesan sólo algunos aspectos en los que la nueva ley incide sobre la autonomía profesional, la organización escolar y la relación con el entorno. Entre ellos, dos que llaman la atención: el nuevo lugar de los consejos escolares y el nuevo procedimiento de elección de los directores.

Respecto de lo primero, sólo puedo decir que me parece un lamentable error su degradación de “órganos de gobierno” (LODE y LOPEG) a “órganos de participación en la gestión y el control” (LOCE). De hecho ya se habían visto reducidos a esto, y a veces incluso a menos. El funcionamiento de la mayoría de los consejos escolares es puramente burocrático. Ejercen escasamente o nada sus competencias más relevantes, tales como la elección del director (que suele llegar preseleccionado por el claustro), la discusión del proyecto de centro o la colaboración con las instituciones del entorno. De hecho, ejercen (cuando lo hacen) poco más que labores de revisión de las cuentas y de aporte de mano de obra y recursos para algunas actividades. Hay que añadir, no obstante, que esto es así no porque la ley no permita ni porque los padres y alumnos no sepan hacer más, sino porque la mayoría del profesorado ve con profunda hostilidad cualquier otra cosa. Al reducir los consejos a la “participación en la gestión y el control”, la ley no quiere sino plegarse a la voluntad mayoritaria del profesorado (una minoría querría más, pero otra incluso menos).

 Mas es obvio que, desde la perspectiva aquí planteada, lo que debería hacerse es precisamente lo contrario. La apertura de la organización al entorno, la cooperación con la comunidad, la implicación de ésta en la educación, el avance hacia la escuela-red requieren precisamente cambios en el sentido contrario: reforzar la presencia de las comunidades (y no sólo de las familias) en los consejos y hacer de éstos órganos efectivos de gobierno, aun sin perder de vista la distinción entre las directrices generales y la dirección cotidiana. No había que debilitar los consejos, sino que reforzarlos abriéndolos a otras instituciones y asociaciones del entorno y regular su funcionamiento de modo que no fuera posible el rodillo de la mayoría corporativa y se forzase un verdadero consenso entre los profesionales, el público y la comunidad.

Respecto de lo segundo, es claro que el actual modelo eufemísticamente llamado de “dirección participativa” (¿de qué participación hablan?) no conduce sino a la inanición y la muerte lenta de los centros. Para acabar con ello sin hacerlo también con el carácter electivo (que tampoco es sagrado, dicho sea de paso) hay que ampliar el abanico de los elegibles y el de los electores, así como reforzar las funciones y ampliar los incentivos de los cargos directivos. No voy a entrar aquí en una discusión de detalle de lo que propone la LOCE, pero cabe decir que sí amplía la elegibilidad, las funciones y los incentivos, de manera que lo que salga de ahí no podrá ser peor que lo que hay (eso requeriría un milagro). Sin embargo, sacrifica en parte el carácter democrático de la elección, en línea con la degradación de los consejos, y pierde la ocasión de implicar más intensamente a la comunidad con el centro y al director con la comunidad. En vez de la mezcla de elección corporativa y designación administrativa que se propone, se podría haber recurrido a un consejo ampliado, por ejemplo, con otros representantes de la comunidad y de la profesión no vinculados al centro. Pero hay que comprender que, entonces, no serían la derecha.

 

 

Mariano Fernández Enguita es catedrático de Sociología en la Universidad de Salamanca. Sus últimos libros: Educar en tiempos inciertos y ¿Es pública la escuela pública?