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ISSN 0717-7488
Revista Praxis N° 3, Noviembre de 2003 pp.5-28
EDUCACIÓN
DEMOCRÁTICA Y CIUDADANÍA MULTICULTURAL:
EL REAPRENDIZAJE DE LA CONVIVENCIA
Eduardo Terrén Dpto. de Sociología, Universidad de A
Coruña
15071 A Coruña. España.
soso@udc.es
La
escuela como fábrica de ciudadanos es una metáfora clásica de la sociología, al
menos desde que Durkheim analizó la función social del sistema educativo como
aparato de socialización política. Su modelo funcionalista de análisis de la
función integradora de la educación moderna se correspondía con el modelo
tradicional de la ciudadanía nacional y con las exigencias normativas del
modelo clásico de ajuste entre cultura, sociedad y territorio desempeñado por
el aparato socializador del estado nacional en la construcción de una
solidaridad civil basada en la homogeneidad cultural.
En
la transición del siglo al XX al XXI, sin embargo, una serie de fenómenos
ligados tanto a la globalización económica y los movimientos de población
(Sassen, 2001) como a las exigencias identitarias de muy diversos grupos
(Castells, 1998) están abriendo un nuevo horizonte de ciudadanía postnacional
(Tambini, 2001), para el que la socialización política escolar no había sido
pensada. De entre estos fenómenos, la creciente multiculturalidad de las poblaciones
residentes en un mismo territorio nacional es quizá uno de los elementos que
más claramente obliga a reflexionar sobre la necesidad de forjar una nueva
concepción de la ciudadanía capaz de suministrar un nuevo proyecto de derechos,
participación y pertenencia. Dicha reflexión incluye igualmente la
reconsideración de ese aparato clásico de socialización política que es la
escuela moderna. Afrontar el reto que la multiculturalidad supone para la
contribución de la escuela a la formación de una ciudadanía activa y de
carácter más complejo es, pues, parte fundamental de una de las tareas más
importantes que nos reserva el siglo XXI: la renovación del aprendizaje de la
convivencia ciudadana.
Para
llevar adelante con éxito esta tarea conviene huir tanto de las actitudes de
cerrazón que se alimentan de la idea de la incompatiblidad de las culturas como
de las euforias precipitadas que se alimentan de la idea de que la diferencia
es buena en sí misma y siempre enriquecedora. Partimos, así, del convencimiento
de que, más allá de cualquier metafísica de la diferencia, la multiculturalidad
debe considerarse desde una perspectiva realista independiente de cualquier
valoración previa y considerarse como una simple cuestión. De hecho una
cuestión, además problemática, porque, dado el entramado monocultural y
eurocéntrico que ha caracterizado el desarrollo institucional de la modernidad,
la convivencia de individuos con visiones del mundo diferentes dificulta la
convivencia al hacer coexistir diferentes concepciones de lo que se considera
una buena vida y, por extensión, de lo que debe enseñarse y cómo en las
escuelas.
No
obstante, es ésta una dificultad que convenientemente tratada y gestionada
puede suministrar una importante fuente de renovación del aprendizaje cívico.
Considerar la multiculturalidad como una dificultad no equivale, pues, a verla
como una amenaza o una gangrena; sino, más bien, como un reto, es decir, como
una situación que ofrece la posibilidad de repensar los vínculos que nos unen
en esa forma de solidaridad civil que debe mantenerse viva en una sociedad
fuertemente democrática.
La
multiculturalidad ofrece, por tanto, una oportunidad de renovar tanto nuestra
concepción de la ciudadanía democrática como nuestra forma de entender la
contribución de la escuela a su aprendizaje. Pero sacar provecho de esta
oportunidad implica enfrentarse, al menos, con dos dificultades fundamentales
derivadas de la crisis de legitimidad que atraviesan tanto las instituciones de
lo político como de lo educativo al no satisfacer las expectativas sobre las
que se levantaron. Así, la primera de las dificultades radica en que el reto se
nos ofrece justamente en un momento en que la globalización de la democracia
parece ir de la mano de una crisis de lo político (Castells,2002), un tipo de
crisis que bien puede relacionarse con lo que Laporta (2000) ha descrito como
"el cansancio de la democracia". La desligitimación y desafección que
parece acusar la democracia parece, así, guardar una relación inversamente
proporcional a la necesidad de diálogo y refuerzo de la participación que exige
la gestión del pluralismo cultural en un contexto cada vez más global e
incierto. No está quizá de más reflexionar en este punto sobre el hecho de que
en diversos estudios recientes se muestre a casi un tercio de los jóvenes como
contrario a la inmigración y que su valoración de la democracia como sistema
sea especialmente baja1. La segunda
dificultad tiene que ver precisamente con el escenario escolar en que
transcurre buena parte de la vida social de estos jóvenes. Y es que, como
consecuencia de la sucesión de reformas, de la creciente hetereogeneidad de su
público y la pérdida de autoridad de las figuras y los mecanismos de
socialización tradicionales (algo que, dicho sea de paso, afecta tanto al
control de la disciplina por parte del profesorado como a las familias que se
sienten desorientadas ante unos cambios que apenas pueden digerir y ante unas
fuentes de información que les superan y, en ocasiones, les contradicen),
muchas escuelas viven hoy en un clima de desánimo cuajado de sensaciones de
impotencia y falta de orientación.
La
asociación de la desafección política y el cansancio de la democracia con esta
sensación de desánimo y desorientación que atraviesa la escuela supone
ciertamente un horizonte cuando menos difícil a la hora de poder confiar en que
la multiculturalidad pueda ser aprovechada como una oportunidad de regeneración
democrática de la educación. Pero es precisamente en este horizonte en el que
se descubre la verdadera dimensión del reto que este trabajo se propone
explorar basándose en dos ideas principales: 1) que la tarea de reaprendizaje
de la convivencia pasa por un reforzamiento de la ciudadanía activa en
contextos multiculturales, y 2) que este reforzamiento plantea una exigencia de
renovación democrática de la educación escolar, porque sólo una educación
verdaderamente democrática puede forjar una ciudadanía que haga de los
contextos multiculturales espacios pacíficos de participación y deliberación.
Pero,
¿qué debe entenderse por una educación democrática? ¿De qué forma su producto
contribuye al reforzamiento de la sociedad civil y la ciudadanía? ¿Por qué en
su profundización radica la clave de una auténtica educación intercultural?
¿Qué tareas debe acometer una educación democrática para forjar una ciudadanía
en un contexto multicultural?
Comenzaré
por señalar que al hablar de ciudadanía multicultural no nos estamos refiriendo
aquí a la ciudadanía como estatus legal, sino, más bien, a lo que podríamos
denominar como identidad cívica; esto es, a los aspectos sociales y culturales
ligados al sentimiento de pertenencia a una comunidad y a las actitudes con que
vivimos los vínculos que nos unen a otros. Una identidad cívica se comparte a
través de un discurso que pone en juego los símbolos, aspiraciones y
procedimientos legítimos de organización que constituyen la tradición de una
cultura política, pero también a través de un sentimiento de pertenencia del
que brota el impulso básico de la solidaridad comunitaria. Pensar, así, en la
base cultural de la ciudadanía es pensar en la inclusión y en nuestra capacidad
de acogida; es pensar en lo que nos hace sentirnos miembros de una comunidad y
portadores de unos derechos que garantizan nuestra convivencia pacífica y
nuestra capacidad de participar en la organización de esta convivencia.
Tradicionalmente,
en la modernidad, la ciudadanía ha sido pensada sobre la base de la nación, un
concepto que permitía asociar estado, territorio y cultura. En virtud de esta
asociación, se ha tendido a ver la homogeneidad cultural como la base sobre la
que construir una identidad compartida de los conciudadanos que salvaguardara
el orden y la estabilidad sociales. La uniformización cultural se ha tendido a
suponer, así, como la condición necesaria de la ciudadanía nacional, lo que ha
llevado a asociar tradicionalmente la identidad cultural con la identidad
nacional.
Sin
duda, la ciudadanía requiere algún tipo de identidad colectiva que de alguna
forma ha de estar vinculado a un sentimiento de pertenencia, pues difícilmente
puede pensarse en la contribución activa a un proyecto si uno no se siente
miembro de los que tienen derecho a beneficiarse de los resultados del mismo.
La cuestión es si el patriotismo tradicional es una fuente suficiente de
suministro de esa identidad o si ha de reformularse hacia un cosmopolitismo más
acorde con el nuevo horizonte que surge de la desnacionalización de los
espacios económico, político y cultural. Autores como Kymlicka (1996) o Walzer
(1982), por ejemplo, han criticado suficientemente el peso que este supuesto de
la homogeneidad cultural ha tenido en el programa del liberalismo político
moderno, un programa excesivamente vinculado al mito de la "misión
civilizatoria" característico del eurocentrismo que resume la metáfora de
la "carga del hombre blanco" de Kypling. A su juicio, este supuesto
ha derivado de un modelo idealizado de polis entendido como una comunidad de
ancestros, lenguaje y cultura que no ha sabido reconocer suficientemente el
verdadero carácter multicultural de la mayoría de las comunidades políticas.
Esta
idealización ha llevado a menospreciar la multiculturalidad real de la mayoría
de las comunidades nacionales, enfatizando las diferencias interculturales y menospreciando
diferencias intraculturales a las que estamos más habituados. Puede resultar
ilustrador, en este sentido, apreciar cómo compartir una cultura común no ha de
significar necesariamente compartir unos mismos valores, ni siquiera una misma
identidad. Una identidad común no significa una identidad igual -ha señalado
Alain Touraine. Incluso en un país tan culturalmente homogéneo como el nuestro
(basta observar, por ejemplo, en la forma en que las festividades señaladas por
la religión católica condicionan nuestro calendario laboral), un mismo marco de
valores puede ser vivido de muy diferentes formas (piénsese, por ejemplo, en
las muy diferentes formas en que nos comportamos en la Semana Santa, cuando
unos salen en procesión descalzos y otros se van a esquiar). Esta diversidad de
comportamientos que se yuxtapone sin chocar, incluso en el seno de una misma
familia, ejemplifican divergencias más profundas como las que existen entre
aceptar el aborto o no, ofrecer a los hijos una educación religiosa o no, etc.
Todas estas diferencias no nos impiden sentirmos miembros de algo común ni
compartir gran parte de nuestra vida pública con quienes tienen criterios muy
diferentes sobre lo que debe hacerse en la vida, y son suficientes para ver
cuán flexibles, cambiantes y diversos pueden llegar a ser los vínculos que nos
unen. Creo que se puede llegar a decir que la capacidad de integración de una
sociedad es directamente proporcional a la diversidad compatible que es capaz
de albergar.
En
cualquier caso, y más allá de esta llamada de atención sobre la importancia de
la diversidad intracultural -un aspecto relevante para la crítica del
esencialismo a la que luego me referiré-, lo cierto es que existen hoy en día
importantes tendencias que ponen en crisis esa visión indiferenciada y
culturalmente homogénea de la cultura y la pertenencia nacional como fundamento
de la ciudadanía. Estas tendencias se deben a fenómenos relacionados con
movimientos poblacionales y político-simbólicos que tienden a subrayar la
polietnicidad de las poblaciones nacionales o la multinacionalidad de los
estados, según se trate de movimientos migratorios, de inciativas puestas en
marcha por minorías tradicionalmente marginadas o no reconocidas o, incluso, de
procesos de integración supranacional como en el que atraviesa hoy Europa. Son
todos éstos fenómenos los que han puesto sobre el tapete la cuestión del
pluralismo cultural, y los que nos obligan a repensar la ciudadanía como
categoría fundamental con la que entender la inclusión y la participación en la
vida social. Cuanto más diversa es una sociedad y más pluralismo cultural
contiene, menos posible se hace dar por supuesto un consenso y más difícil se
hace construirlo. ¿Cómo podemos vivir juntos y organizarnos sin ser iguales ni
pensar lo mismo? ¿Qué debemos compatir y qué podemos no compartir?
Éste
es el tipo de preguntas que subyacen a la cuestión de la ciudadanía
multicultural y a las que es preciso encontrar respuestas si queremos llevar
adelante el reaprendizaje de la convivencia del que hablé al comienzo. Pero
ésta no es una tarea fácil. ¿Por qué nos es tan difícil adaptarnos a la
multiculturalidad? A nuestra inexperiencia como país plural y de acogida se
suman otras razones de calado más teórico, como las inicialmente señaladas por
Kymlicka y Walzer. Puede que, después de todo, nuestra dificultad radique en
que una vez llegados a ser modernos, una vez convertidos en una nueva
democracia y en país de inmigración, hemos descubierto que las instituciones de
la sociedad moderna no se adaptan bien a la multiculturalidad. ¿Cómo darle
cabida sin echar por la borda lo que con ella hemos conseguido?
El
camino pasa seguramente por redefinir lo que debe entenderse por ciudadanía,
haciendo de ésta una categoría abierta a la diferenciación cultural; es decir,
desligándola del supuesto de la homogeneidad de la cultura nacional. Aunque a
veces, paradójicamente, los procesos de globalización económica se dan en
paralelo a procesos de renacionalización política, debe tenerse en cuenta que
el concepto de nacionalidad está siendo parcialmente desplazado desde la noción
del poder del estado para defender a sus naturales hacia una concepción que
subraya la responsabilidad del estado ante todos sus residentes de acuerdo con
los estatutos internacionales de derechos humanos (Sassen, 2001: 104).
Ciertamente, el pensar que la cultura nacional suministraba los valores
compartidos que forjaban una identidad común ha dotado a la imagen tradicional
de la ciudadanía de una enorme fuerza de integración. Frente a esta imagen
tradicional, los fenómenos asociados con la multiculturalidad son percibidos
como una amenaza para esa integración porque parecen minar los fundamentos de
una identidad compartida. Pero, frente a esta percepción de la diversidad como
amenaza, es preciso aprender a ver que no por alimentar sentimientos
comunitarios no nacionales, la ciudadanía multicultural ha de carecer
necesariamente de capacidad integradora. Merece la pena recordar en este
sentido la forma en que Touraine (1997: 180, 17) reivindica un principio de
integración débil, referido a una ciudadanía basada en la conciencia de
pertenencia no a una comunidad histórica de destino, sino a una sociedad
política regida por una constitución que recoja los principios de libertad,
justicia y tolerancia2. Es desde esta
perspectiva desde la que puede verse cómo el pluralismo cultural puede
reforzar, en vez de dañar, la calidad de la vida democrática porque puede
contribuir a ampliar los canales de deliberación; puede profundizar, en vez de
minar, los vínculos de solidaridad que subyacen a una ciudadanía compartida
porque puede igualmente ayudar a ampliar nuestro ejercicio de esa virtud tan
compleja que es la fraternidad.
No
obstante, que esto pueda ser así depende de nuestra habilidad para gestionar la
multiculturalidad, lo que, sin duda, depende a su vez de las medidas
articuladas en los ámbitos estatal y supraestatal. La adaptación de la
ciudadanía a un contexto de multiculturalidad puede ser efectivamente
favorecida u obstaculizada por las regulaciones institucionales de la legalidad
y el mercado. Pero también depende de las actitudes de acogida que sepamos
construir en el ámbito de la sociedad civil y, en especial, en los espacios de
socialización en los que se construye la ciudadanía, como es el caso de la
escuela. Allí es donde la multiculturalidad como situación de hecho se gestiona
através de la interculturalidad como proyecto, y donde verdaderamente se fragua
la tarea de comprensión, comunicación y establecimiento de los vínculos que
constituyen el cemento de la sociedad civil. Allí es donde entra en juego la
labor de la educación democrática.
Pero,
¿qué hemos de entender por una educación "democrática"? Tal y como he
descrito en otro lugar (Terrén, 2002b) , una educación democrática es aquella
que posibilita el que los individuos puedan pensar y comportarse de forma
autónoma, racional, creativa y solidaria; es decir, es ese tipo de educación
que ofrece a los individuos los conocimientos y las competencias necesarias
para juzgar por sí mismos, construir su proyecto de vida y gestionar su
realización junto con los proyectos de los demás. Dicho todavía de otra manera,
la educación democrática es aquella que permite a los individuos una vida que
no está determinada por sus condiciones de origen, que no está atada a los
modelos de interpretación heredados y que no esté limitada a la compañía de
aquellos con quienes se nació y creció.
Es
de reconocer que esta definición confiere una tremenda importancia a la
perspectiva del individuo, pero no es una propuesta individualista, sino que se
encuadra más bien en el horizonte de lo que Touraine (1990: 370) llama "la
escuela del sujeto"3 . El sujeto no
es el individuo, sin más; no es el objeto pasivo de una relación, sino su
protagonista, un protagonista autónomo y solidario.
La
educación democrática en la que pienso es una educación cívica (es decir, una
educación para la ciudadanía) que tiene por objeto no tanto la instrucción en
ciertos contenidos, cuanto una cierta experiencia, porque se refiere a "la
enseñanza o aprendizaje que se adquiere en el uso, la práctica o el vivir de
uno y por sí mismo" (Gimeno, 2001: 36). Entronca por ello directamente con
el énfasis puesto por Freire (1997) en la autonomía como objetivo de una
enseñanza orientada más a la capacidad de producción o construcción del
conocimiento que a su mera transferencia. De ahí que la educación democrática
requiera más una praxis que un método; una praxis que puede obtener su modelo
de la democracia deliberativa defendida, entre otros, por Jon Elster o Amy
Gutman. En este sentido, más que repertorio de recetas, lo que la praxis de la
educación democrática requiere es un esfuerzo por garantizar situaciones de
aprendizaje basadas en procesos de comunicación no distorsionada ni
mecánicamente reiterada, es decir, en interacciones creativas, significativas y
razonadas. En este sentido, el desarrollo de la capacidad de deliberar en los
niños y en nuestros estudiantes es desarrollar su capacidad de ciudadanía,
porque deliberar con fundamento requiere habilidades básicas como leer,
escribir y calcular, pero también competencias como el pensamiento crítico y el
razonamiento, la curiosidad y el interés por nuevas compañías y nuevos entornos
-competencias, éstas, como se ve, muy ligadas a la comprensión del contexto y
del punto de vista de los demás.
Según
Guttman (2001), la democracia deliberativa puede considerarse como el modelo
ideal de una educación democrática en la medida en que supone que los
ciudadanos pactan razones moralmente defendibles sobre lo que les vincula en un
proceso progresivo de mutua justificación. Se entiende, así, mejor que la
formación en la democracia deliberativa se basa en una pegagogía dialógica,
bien entendido que la deliberación es más que un mero diálogo, porque subyace a
ella el esfuerzo de una interacción y una comprensión orientadas hacia la
cooperación social4.
Su
principio podría resumirse así: la deliberación (el diálogo no distorsionado)
hace a las argumentaciones racionales y abre la puerta al ejercicio cotidiano
de la comprensión y la solidaridad; la racionalidad (la autoridad del mejor
argumento) hace a la deliberación democrática y permite sentar y corregir los
límites de lo aceptable. De ahí que el procedimiento paradigmático de lo que
considero una buena educación sea lo que Burbules (1993) llama el diálogo
pedagógicamente orientado5 . El principal
valor de este procedimiento es su garantía de la autonomía del sujeto, un
principio que no creo pueda entenderse independientemente del uso racional de
las facultades y de la contribución de éstas a la construcción de la propia
identidad, pero tampoco de su uso en condiciones de equidad (es decir, de un
disfrute equitativo de oportunidades), pues, para que todos podamos elegir lo
más plenamente posible nuestra vida y revisar y modificar racionalmente
nuestros planteamientos hemos de contar con recursos y libertades similares a
las de los demás. A efectos de lo que aquí interesa es importante apreciar que
entre estos recursos se encuentra el de tener acceso a los puntos de vista de
otros para, al compararlos con los nuestros, poder revisarlos o defenderlos.
Por eso la forma en que Burbules considera la relación educativa democrática
como una relación dialógica es especialmente relevante a la hora de abordar
esos contextos en los que mayores obstáculos cabría esperar para un diálogo
efectivo: los "contextos de diferencia". En esos contextos es en los
que el diálogo intercultural pone a prueba la calidad y profundidad de la
democracia que tenemos.
Visto
lo que ha de entenderse por ciudadanía multicultural y por educación democrática,
pasamos ahora a ver cómo la toma en consideración de la primera significa una
oportunidad de renovar el potencial de las escuelas como espacio para la
construcción de esa democracia deliberativa que consideramos el modelo adecuado
para la forja de una ciudadanía activa. El desafío que la nueva situación
supone para el desarrollo de este proyecto puede verse en dos dimensiones o
frentes que considero fundamentales. Por un lado, es fundamental combatir la
asociación de la tolerancia con el relativismo y de las visiones esencialistas
de la diversidad cultural. Sólo así pueden adquirir pleno sentido determinados
proyectos democráticos basados en el diálogo y la cooperación. Por otro,
resulta igualmente decisivo potenciar el capital social circundante a la
escuela a través de la participación de los adultos en la vida educativa y la
apertura de la escuela al entorno comunitario.
Vayamos
con el primero de estos frentes. La prédica de la tolerancia se ha vuelto un
recurso fácil, se ha convertido en un marchamo de lo políticamente correcto y
casi no hay curso escolar ni centro que no celebre anualmente alguna campaña o
jornada en torno a ella. Es, sin embargo, una virtud peligrosamente fácil, pues
es téoricamente escurridiza y en la práctica, en ocasiones, incluso engañosa
(Garzón Valdés,1997). Lo es, al menos, cuando se asocia al relativismo, una
actitud hacia la diversidad que impide el desarrollo de la interculturalidad.
Se trata de ver ahora cómo, atravesada por esta asociación, la tolerancia, en
vez de activar, puede bloquear la puesta en práctica de una educación
verdaramente intercultural que forme en la práctica de la democracia
deliberativa.
¿Qué
es lo que en nuestros días vincula tan frecuentemente la tolerancia al
relativismo? Muy probablemente, el escenario "postmoral" (Giner,
1996) en el que nos encontramos. Un escenario que puede muy bien describirse en
relación con lo que Bauman (1993) denomina la "paradoja ética de la
postmodernidad": nuestras tareas éticas aumentan al mismo tiempo que
disminuyen los recursos simbólicos y criterios seguros para llevarlas a cabo;
es decir, que mientras aumentan las situaciones en las que hemos de producir
elecciones morales disminuye la credibilidad de los principios universales que
tradicionalmente han orientado dichas elecciones. Como consecuencia de ello,
proliferan la ambigüedad y la falta de consenso ante lo que lo que debe ser
tenido como bueno y verdadero, lo que dificulta notablemente la búsqueda de
fundamentos últimos para la integración.
Esta
paradoja moral de la postmodernidad tiene su correlato en el ámbito educativo,
pues -como señala Gimeno (2001: 25)- habiendo logrado un mejor conocimiento de
los fenómenos educativos, andamos faltos de un proyecto seguro y definido, y
nos encontramos "debilitados para proponer caminos". Volviendo a las
palabras de Bauman (1993: 102): "Sin patrones universales, el problema del
mundo postmoderno (...) es cómo asegurar la comunicación y el entendimiento
mutuo entre las culturas". Pero, ¿cómo hacerlo?
Desde
que Banks (1997) objetó el "modelo de la deficiencia" latente en la
consideración del compromiso étnico y la diversidad cultural como
disfuncionales, parece haberse impuesto un cierto consenso en que el programa
típicamente asimilacionista de integración no ofrece un acercamiento adecuado a
la cuestión de la diversidad cultural porque tiende a dar por supuesta la
superioridad de una serie de normas y prácticas (modernas, racionales) sobre
otras (premodernas, irracionales). Quienes portan éstas, por así decirlo,
deberían pagar el precio de su acogida adaptándose a las formas de pensar y
vivir propias del grupo mayoritario. La sensiblidad muticulturalista, tan
importante en el movimiento de ideas de la postmodernidad, ha denunciado hasta
la saciedad el etnocentrismo latente en esta perspectiva y los múltiples
prejuicios que la producen y que se reproducen con ella.
Esta
crítica ha sido saludable y debe reconocerse entre los méritos de las teorías
de la diferencia. Nos ha mostrado la conflictividad esencial de la vida
cultural y el etnocentrismo solapado que vestía con el desprecio a la
irracionalidad lo que en el fondo quizá no sea más que desprecio hacia quienes
se considera marcados por ella. Nos ha obligado a preguntarnos si la
homogeneidad cultural es tan necesaria o tan deseable como tradicionalmente se
ha supuesto, e incluso si realmente ha existido tanto como se nos ha hecho
creer. Nos ha hecho aprender a mirar nuestras prácticas con otros ojos y
reflexionar sobre qué nos hace verlas como normales. Nos ha convencido prácticamente
a todos de que la integración de los individuos no debe pagar el precio de
condenar sus identidades al menosprecio o la ignorancia, y es ésta una
enseñanza que debe contabilizarse, sin duda, en el "haber" de la
sensibilidad multiculturalista.
Como
movimiento de ideas, sin embargo, el balance del multiculturalismo -sobre todo,
de sus formulaciones más metafísicas- tiene también su "debe". Cuando
la denuncia de esa condena de ciertas identidades al ostracismo se transmuta en
la sacralización de las identidades se tiende a asociar el reconocimiento de la
diversidad a una aceptación de las culturas como entidades cerradas y
esencialmente homogéneas en sí mismas, al mismo tiempo que absolutamente
heterogéneas entre sí. Se reproduce, así, un tipo de estrechez epistemológica
paralela a la asociación anteriormente comentada entre identidad nacional y la
homogeneidad cultural. El esencialismo implícito en esta operación conlleva una
teoría de la pertenencia y la identidad social excesivamente apegada al determinismo
cultural y poco atenta a la variabilidad de las estrategias individuales de
adaptación y a los procesos de comunicación e intercambio que los atraviesan
(Terrén, 2002a)6 . En este sentido es en
el que puede afirmarse que el esencialismo cultural es un error epistemológico
que esclereotiza la diversidad humana y la transforma en incompatibilidad, en
imposibilidad de diálogo razonado. Fundamenta, así, esa actitud
superficialmente tolerante que es el relativismo. Pero, ¿es el relativismo el
correlato inevitable de la multiculturalidad?
No
necesariamente. El relativismo es una actitud que campea a sus anchas entre el
clima de opiniones de la postmodernidad. Es una postura cómoda ante los
interrogantes que nos plantea la convivencia con quienes tienen otra forma de
ver la vida. Es cómoda porque por definición no toma partido; o, mejor dicho,
no toma el partido de la confrontación de las ideas y el debate público porque
asume como premisa inicial -normalmente de forma inconsciente- el principio de
inconmensurabilidad de las culturas y acepta como irreductible el pluralismo de
sus interpretaciones. Esta supuesta exención de juicio le hace tremendamente
atractivo como ideología socorrida. Pero precisamente en este atractivo anida
su mayor peligro. No cuestiona la tolerancia, pero al apartarla de toda
interacción deliberativa, reduce la posibilidad de una solidaridad bien fundada
y la empobrece hasta reducirla a un pírrico ideal.
El
peligro del relativismo es que da cobertura ideológica a formas suaves de
racismo sin raza y a prácticas guetizadoras u hostiles a la convivencia
intercultural. El relativismo da pie a un tipo de reconocimiento de la
diferencia que, en vez de fomentar la interacción razonada y la negociación
sobre escenarios que reduzcan la exclusión, abre la puerta a la naturalización
de las diferencias culturales, a la inferiorización y, en última instancia, a
la segregación. Lleva a un atrincheramiento en lo que se considera propio y
promueve una solidaridad restringida a quienes son culturalmente afines, no a
una solidaridad profunda basada en el diálogo de perspectivas alternativas. El
problema de gestionar la diversidad cultural consiste asumirla en un proyecto
integrador y en constante negociación. Pero el relativismo no ofrece fundamento
suficiente para este punto por el carácter tremendamente restrictivo de la
solidaridad que alimenta. Coexistir no es convivir, y el relativismo sólo sirve
para lo primero, y para revestir de tolerancia lo que no es más que simple
incompresión y rechazo de la deliberación.
Si
la educación democrática ha de salir airosa de los desafíos que plantea una
ciudadanía multicultural, una de sus principales tareas es, pues, trascender el
relativismo como actitud frente a la diversidad cultural. Es necesario si
queremos que nuestro proyecto se vea reforzado y no debilitado en sus objetivos
(la autonomía, la solidaridad y el diálogo racional). Pero la garantía del
pluralismo ha estado normalmente asociada a la neutralidad de las instituciones
y las teorías de la reproducción nos han venido enseñando desde hace muchos
años que es muy difícil pensar en una educación culturalmente neutra. ¿Es
entonces el monoculturalismo un horizonte inexorable de la racionalidad
educativa al que sólo puede contraponerse un multiculturalismo absoluto en la
forma de escuelas y curricula separados?
El
modelo de racionalidad que sustenta el universalismo típicamente moderno, un
universalismo colonizador que somete la lógica de la integración a la asimilación
y a la extinción de los particularismos en aras de la homogeneidad cultural, se
revela como una base excesivamente estrecha para acometer este proyecto. Pero
abandonar el presupuesto de la homogeneización no tiene porqué conducirnos a la
balcanización cultural en que termina el relativismo absoluto. Entre el
universalismo monocultural y la fragmentación de universos culturales cerrados
e incomunicados entre sí cabe explorar otra alternativa que ha de forjarse en
el terreno no tanto de la multiculturalidad, como en el de la
interculturalidad.
Esa
es la razón por la que el proyecto de la educación intercultural debe armarse
sobre la base de los fundamentos y las prácticas de la educación democrática
tal y como anteriormente la hemos descrito. Y existen, de hecho, líneas de
trabajo que apuntan en esa dirección. A este respecto es importante tener
presente que la escuela se enfrenta a la diversidad humana no sólo como una
situación a gestionar, sino también como un fenómeno a explicar. En la atención
a este doble horizonte debe combinar el trabajo sobre la información con el
trabajo sobre las actitudes y los sentimientos.
La
información se produce a través de dos canales fundamentales: el curricular y
el extracurricular. Por lo que al primero respecta, es innegable que los
materiales curriculares pertinentes muestran en su gran mayoría hoy marcado
interés por alimentar el conocimiento y el respeto hacia la diversidad humana.
Pero es importante resaltar que en muchas ocasiones la presentación de la
diversidad humana se basa en esquemas racializadores, como si fuera la raza la
que explica el que las personas vivan y piensen de diferente forma. El racismo
aquí no se aprende como actitud ideológica de rechazo hacia los otros; justo lo
contrario suele ser la intención. Pero se aprende como representación a través
de una categorización errónea de la información en la que las formas de ver y
ganarse la vida, de vestirse o de alojarse, se asocian con determinados
caracteres fenotípicos (Blondin, 1990; García Castaño y Granados, 1998). La
tarea aquí es desrracializar la diversidad.
Por
lo que a la información extracurricular respecta, la información sobre la
diversidad humana con la que se ha de trabajar en las escuelas adquiere casi un
carácter de contrainformación, pues debe servir para vencer la simplificación y
el clima de miedo e inseguridad con que ese otro gran rival de la escuela que
es la televisión tiende a presentar el fenómeno. Debe tenerse presente en este
punto que, ante la falta de una expresión curricular concreta de enseñanza
cívicopolítica -debida seguramente a un deseo de evitación de la
"Formación del Espíritu Nacional franquista"- hay quien piensa que
los medios de comunicación se han convertido en el principal agente de
educación política (Carracedo, 2000: 80)7
. Pero lo que forma, también deforma, y Robert Putnam ha llegado a afirmar en
este sentido que la televisión es una fuente de corrosión del espíritu cívico.
Con niños que ven una media de 4 horas diarias la televisión y adolescentes que
llegan a contar en su tercera parte con televisor en su habitación, la escuela
parece haber sido derrotada tanto en la información (el sumnistro de datos)
como en la formación (el moldeamiento de comportamientos). Ciertamente, no
basta con demonizar a la televisión. La televisión no siempre anula el
pensamiento, a veces da que pensar; pero sólo la escuela enseña a pensar desde
la autonomía y a fomentar el conocimiento autoarrastrado frente al
heteroarrastrado por las teleimágenes (Simone, 2001, Terrén y Garreta, 2002).
La
atención a la forma en que se presenta la información en torno a la diversidad
humana es importante porque no es descabellado pensar que nuestras actitudes
hacia los demás guardan algún tipo de correlación con la forma en que nos los
representamos. Aquí es donde la información se junta con los sentimientos, y
donde se forjan realmente las actitudes. Por eso en el aprendizaje de la
convivencia intercultural son tan decisivas las estrategias de gestión del trabajo
escolar en el aula. En ellas se forja ese esfuerzo de aprendizaje que va más
allá de la instrucción en determinados contenidos y que tiene que ver con el
"observar lo que hacen otros y ver cómo se comportan, pero sobre todo,
[con] escucharlos, conversar, dialogar o discutir con ellos", es decir,
con la forma en que nos "entrelazamos con ellos" y aprendemos a ser
múltiples y diferenciados a través de nuestro contacto con los demás. La idea
guía que unifica los esfuerzos desarrollados en esta línea es que "cuanto
más denso e intenso sea el intercambio con otros, más rica será la subjetividad
individual y el sí mismo" (Gimeno, 2001: 45, 47) y, consiguientemente, más
cerca estaremos de forjar ciudadanos dotados de una amplia competencia para el desarrollo
de la interculturalidad, en una palabra, ciudadanos cosmopolitas.
Existen
ya esfuerzos de orientación práctica (Besalú, 2002: cp.5) que en su esfuerzo
por profundizar en una enseñanza democrática trabajan en el desarrollo de la
escuela como espacio afectivo y se interesan sobre todo por el ámbito de las
relaciones cara a cara que se registran en la experiencia educativa cotidiana.
Las más interesantes de ellas pueden ubicarse en el marco general de la
pedagogía crítica y su impulso por recuperar el potencial político de la
escuela (Martínez Bonafé, 1996; Biesta, 1995). Líneas de práctica para el aula
que ilustran esta tendencia son las estrategias de debate (Díaz Aguado, 1996) o
el trabajo escolar cooperativo -muy satisfactoriamente valorado para el desarrollo
de las relaciones interétnicas en la escuela (Sharan, 1980). Seguramente el
mismo potencial que le permite ser un buen antídoto contra la emergencia de las
actitudes individualistas competitivas le hace perfectamente compatible con las
estrategias de aula basadas en la pedagogía del diálogo (Johnson y Johnson,
1991; Lickona, 1991) para asumir el conflicto cultural y superarlo, para
reforzar el espíritu de comunidad y forjar la experiencia de la integración a
través de la inclusión activa. Todos ellos son esfuerzos que profundizan en la
calidad democrática de la práctica educativa en la medida en que potencian
aquel objetivo que señalamos como central en el proyecto: la autonomía del
sujeto como clave para lograr su inclusión activa en la sociedad civil y en la
vida pública.
Es
preciso observar cómo los esfuerzos apuntados en esta línea tienen como
horizonte de trabajo más los afectos y las actitudes que los contenidos en sí
mismos. Son esfuerzos que se dirigen, por tanto, al potencial de la educación
escolar en la forja de los vínculos sociales básicos en que debe basarse una
ciudadanía activa y competente en contextos multiculturales. Se dirigen, pues,
a la base misma de esa urdimbre afectiva en la que se gestan las actitudes
cooperativas o de rechazo, esos lazos afectivos que constituyen la base de la
sociabilidad y que pueden trabajarse en la dirección del tipo de lealtades que
requiere el compolitismo.
Para
que el reconocimiento de la diversidad cultural pueda eludir los riesgos del
relativismo o de las euforias diferencialistas y trabajar en aras de una mayor
integración de las minorías es preciso, como decíamos, conceder a sus
integrantes protagonismo en la relación educativa. Esto supone hacerlos
partícipes de lo que habermasianamente denominaríamos una comunidad de diálogo
no distorsionado. Se trata de propiciar un marco pragmático -no sustantivo- de
racionalidad que no reniegue de la universalidad pero que tampoco la imponga.
Abrir, pues, la relación educativa al punto de vista de los actores no significa
claudicar ante una diversidad irreconciliable y encorsetarla, ni negar la
aspiración a un proyecto educativo universal y plural a un mismo tiempo. Con
palabras del filósofo Garzón Valdés, no significa sustituir una intolerancia
insensata por una tolerancia no menos insensata. Entre un universalismo
dogmático y un relativismo extremo debemos optar por un marco de racionalidad
dialógica como base de lo que es una buena educación, un marco de interacción
fluida en el que la universalidad se construya discursivamente y no se
presuponga a priori como derivada de la supuesta naturaleza de un sujeto
sustancialmente homogéneo.
Pero
abrir la puerta de la escuela a los actores no es sólo abrir el trabajo de aula
a sus puntos de vista, sino abrir las de la gestión de la escuela a su
participación. Ello nos lleva al segundo de los frentes enunciados al comienzo
de este trabajo.
Participar
en la vida educativa de las escuelas es participar en el trabajo de
reproducción consciente de la sociedad. La participación de la sociedad civil
en la gestión de la vida educativa supone en sí misma una experiencia de
aprendizaje de la convivencia que rebasa la relación docente-discente y que se
torna especialmente relevante en contextos de multiculturalidad8. Tiene que ver con la forma en que el
alumnado se involucra en procesos de toma de decisiones que afectan a su vida
académica, pero también -y éste es el punto en que aquí nos centraremos- con la
forma en que los adultos se implican activamente en la dinámica de un espacio
de socialización tan importante como es el de la escuela. Pocos dudarían de que
nuestras escuelas, como nuestro sistema político, son instituciones formalmente
democráticas. Pero aquí no nos interesan tanto los ideales que formalmente
secundan la retórica y las estructuras de las organizaciones cuanto la vida
misma de esas organizaciones. Una democracia fuerte no depende sólo de la
legitimidad de sus instituciones, sino de las actitudes y la participación de
sus ciudadanos. Cuando éstas se corresponden con una mera aceptación pasiva es
cuando nos encontramos con lo que Tenzer (1990) denomina una "sociedad
despolitizada" en la que el incremento del sentimiento de inutilidad
respecto a la política lleva a la progresiva desaparición de la comunidad como
espacio de discusión política.
La
escuela es un escenario estelar de construcción de la res publica. Sin
embargo, de que la calidad de la democrática de la vida escolar no es
excesivamente alta da buena cuenta el clásico indicador de la participación,
pues éste es un mecanismo esencial de la democracia para que la ciudadanía
transmita información sobre sus preferencias y necesidades y ejerza un control
efectivo sobre el funcionamiento de las instituciones9 . Las asociaciones de padres y madres con
hijos escolarizados apenas logran afiliación activa y tienen problemas para
reunir normalmente a un número significativo de asistentes a sus asambleas 10.
¿Qué
se pierde con ello? Se pierde capital social, o lo que más gráficamente
Bourdieu (2001: 85) ha llamado la "alquimia del intercambio", una
alquimia que se revela como fundamental para profundizar en el esfuerzo
cooperativo por mejorar la escuela. A pesar de lo multívoco del concepto, la
teoría del capital social nos ayuda a entender mejor fenómenos como el
asociacionismo, la cooperación, el altruismo o la confianza interpersonal, y
con ello podemos entender mejor cuestiones ligadas a las actitudes culturales
que tanto importan en el estudio del contacto intercultural11.
La
escuela proporciona relaciones sociales y, con ello, expectativas y canales de
información y participación que constituyen capital social para los individuos,
que aumentan su base de acción y sus vínculos de solidaridad. Las asociaciones
de padres y madres son pertinentes a este respecto, sobre todo si se tiene en
cuenta la necesidad señalada por James Coleman (2001) de sustituir la
organización espontánea y voluntaria de que tradicionalmente ha constituido la
principal fuente de capital social a disposición de la juventud por
organizaciones formales que garanticen el capital social de la comunidad adulta
circundante a la escuela12 . Coleman
muestra con contundencia que la ausencia de capital social influye
decisivamente en el abandono escolar y que el éxito de los colegios privados
norteamericanos se debe no tanto a lo que pasa en el aula o a las capacidades
del alumnado, cuanto al compromiso y participación de los padres y las madres
en la vida de la escuela. Robert Putnam, por su parte, ha recurrido también a
este tipo de participación para mostrar una de las facetas de un declive del
capital social que impide el florecimiento de esa fuerte sociedad civil que
consideramos inseparable de una democracia saludable. Más concretamente, (2001:
99) señala que las inversiones en educación serían más efectivas si se
complementaran con la revitalización de las asociaciones comunitarias.
Contrarrestar
la desafección política que mina el ejercicio de la ciudadanía activa en la
vida escolar se presenta, pues, como otra de las exigencias de la educación
democrática. Y es una exigencia fundamental para que esta educación pueda
desarrrollarse en un contexto multicultural, pues niveles bajos de capital
social tienden a estar asociados con niveles igualmente bajos de confianza
interpersonal (Torcal y Montero, 1998). La desafección política es un fenómeno
que hace que la vida política se viva en la mayoría de las democracias con gran
malestar e insatisfacción. Se trata de un malestar difuso que tiene más que ver
con el hastío y la desconfianza que con la crítica activa y que alienta la
inercia de la "ciudadanía privada" (Johanek, 1994)13 . Es una apatía que no se deriva de un
conformismo explícito con los patrones establecidos, sino que nace más bien de
la indiferencia. La representación negativa de lo político que conlleva tiene
como principal consecuencia la quiebra de la identificación afectiva con el
sistema democrático y la desimplicación personal en su funcionamiento, pero el
principal producto de esta desconfianza hacia el sistema no es sólo la deslegitimación
de la política establecida o la baja participación, sino también -y esto es
especialmente relevante a nuestros efectos- la extensión de la desconfianza
hacia los otros. Cuando estos "otros" son los "otros
extraños", es decir, los inmigrantes, la desconfianza puede traducirse en
la percepción de su excesiva presencia y atribuir a ésta y no a la actitud
propia la dificultad de la acogida14.
Este
último punto es importante porque la desconfianza es el caldo de cultivo de la
percepción del otro como amenaza (como ocurre en los casos referidos en la nota
9) y obstaculiza, por tanto, el desarrollo de un contacto intercultural fluído
y deliberativo que debe fomentar una educación democrática. Después de todo, la
calidad del contacto intercultural depende de actitudes culturales que tienen
mucho que ver con la confianza social (al menos si esta se mide en términos de
confianza interpersonal )15. Cuando ésta
confianza existe, las relaciones de cooperación aumentan y, con ello, el
capital social. Pero cuando no existe, determinados sectores de la población se
encuentran reducidos a una situación de vulnerabilidad social.
En
este sentido, debemos reparar en que entre los diferentes tipos de
vulnerabilidad que resultan de una situación social precaria y que reducen la
capacidad de inclusión de una sociedad, está, no solamente, por ejemplo, la
vulnerabilidad derivada de la precariedad en el empleo, sino también la
derivada de la precariedad en capital social, es decir, en el acceso a redes
relacionales de información y participación. Por eso hay que subrayar que una
escuela abierta al entorno comunitario y al ejercicio de una ciudadanía
solidaria, responsable y democrática no puede renunciar al papel de los padres
y las madres. Su participación es un recurso imprescindible, sobre todo, en la
educación de los sectores más desfavorecidos, aquellos en los que más abundan
los niños y las niñas que más pueden padecer los efectos del desánimo o la
desmotivación y que más tendencia muestran al fracaso escolar 16. Es este alumnado, además, el que más
necesidad tiene de una oferta de actividades y servicios orientados hacia el
tiempo no lectivo; y son éstos padres los que más faltos andan de un capital
social que les incluya en más redes de solidaridad y en más canales de
participación. Al no saber o no poder recurrir al mercado para obtener sevicios
extraescolares de calidad, estas familias sufren más lo que Juliett Schorr
(cit. apud Putnam, 2001:101) denomina el "declive del ocio", sobre
todo teniendo en cuenta que su consumo del ocio es fundamentalmente privado y
desarrollado en redes de socialidad desaprovechadas desde el punto de vista del
fortalecimiento de la sociedad civil. Más allá de la escolarización lenta pero
progresiva de los niños y las niñas gitanas, y más allá de la incipiente
escolarización de los hijos y las hijas de los inmigrantes, la participación de
sus padres y madres en la vida de las escuelas es por ello una condición
necesaria de la renovación democrática de la educación.
En
la medida en que los adultos de las poblaciones inmigrantes o minorizadas
carecen de los hábitos o recursos necesarios para implicarse en esa participación
en preciso implementar puentes de intermediación que la faciliten. Para que la
vida de la escuela sintonice de esta forma con el desarrollo comunitario la
educación intercultural debe potenciar las estrategias de conexión con otros
profesionales de la educación no formal y del trabajo social. No es
descabellado pensar que sólo así pueda lograrse una mayor efectividad en la
puesta en práctica de hábitos de participación activa. Para ello sería preciso
reforzar más una serie de medidas en la línea de la Ayuda al Trabajo Escolar
Personal que a través de la mediación de ONGs, voluntarios y trabajadores
sociales promuevan un acercamiento de las familias a la dinámica del esfuerzo
escolar y abran una vía de apoyo escolar distinto al de la tradicional educación
compensatoria. Posiblemente se conseguiría con ello no sólo mejorar el
rendimiento del alumnado lastrado por su origen social, sino también
intensificar la comunicación entre los diversos agentes implicados en el
proceso educativo ampliamente considerado. Esto exige, desde luego, trascender
lo puramente escolar de la relación educativa y ampliar su contenido
participativo utilizando y fomentando redes sociales extraescolares que
conecten a los ciudadanos entre sí.
Pero
hay que ser cautos a la hora de ver en este desembarco voluntarista un
desmentido de la desafección política que sufre la escuela. Cautela aconsejada
tanto por quienes ven en el concepto de capital social una herramienta todavía
poco elaborada y presa de un cierto "romanticismo de la comunidad"
(Levi, 2001) como por quienes no llegan a entender cómo puede concederse con
tanta facilidad a las ONGs una credibilidad que se niega a los partidos
(Laporta, 2000). Es cierto que autores como Barber (2000) se sirven del
voluntariado como un primer paso para conectar la sociedad civil con una
"democracia fuerte". Pero, además de que, con carácter general, como
señala Putnam, "el capital social no es sustituto de una política pública
efectiva, sino un prerrequisito de la misma" (2001: 102), deben tenerse
presente los aspectos más concretos que están ligados a la motivación de la
acción filantrópica. Béjar (2001), por ejemplo, muestra cómo la desafección
política y la filantropía cívica, más que contradecirse, se complementan en el
discurso de los voluntarios. Según su análisis, no debería verse necesariamente
en esta nueva filantropía de los más jóvenes una reserva de participación
futura que a corto plazo vaya a poner fin a la apatía política de los más
adultos, pues estos jóvenes muestran una profunda desconfianza institucional,
carecen de un lenguaje cívico y hablan (bastante más que los directivos de sus
organizaciones) por boca del individualismo y el relativismo, buscando más una
gimnasia moral que restablezca desequilibrios afectivos y la autorrealización.
Parece, pues, que la incorporación del trabajo de esta filantropía al escenario
educativo no debe extrapolarse con acelerada simpleza como una resurrección de
lo político, pues en buena medida se alimenta de su propio desprestigio. No
debe ser la fórmula de la esperanza, sino sólo una fórmula más de participación
junto a la que es preciso reavivar las más directamente implicadas con la
propia vida política de la escuela.
Sólo
así parece que puede despejarse el camino de la vieja promesa republicana:
contribuir a través de la escuela a que todos los ciudadanos puedan acceder a
participar en la organización de su convivencia en igualdad de oportunidades.
Hoy es ya claro que esta contribución no puede hacerse sin tener en cuenta el
punto de vista de los "otros", porque su punto de vista es
insustituible en una democracia cosmopolita cuya educación sea capaz de
responder al reto de una ciudadanía multicultural. Es la única manera de educar
que puede contribuir a renovar nuestra voluntad de vivir juntos con quienes
vienen de lejos o con quienes, aun estando cercanos, nos han sido extraños.
1.- Según un estudio de la Fundación Hogar del
Empleado realizado por IDEA en la comunidad de Madrid (2002), además del ya
tradicional escaso aprecio por los partidos políticos (sólo el 6' 5% de los
jóvenes entre 12 y 18 años encuestados confían en ellos mucho o bastante), el
36´8% de ellos cree que una dictadura puede ser tan necesaria como una
democracia siempre y cuando haya orden y progreso.volver
2.-Como él mismo reconoce, en la misma medida en
que esta solución se acerca al patriotismo constitucional de Habermas, es una
solución minimalista, pobre en efectos socializadores, que basta para
garantizar la coexistencia, pero no la comunicación efectiva ni los vínculos
significativos. Es una observación muy similar a la crítica de Giddens (1997:
273ss) a la identificación habermasiana de la interacción con la acción
comunicativa (entendida como "intercambio con intención deliberativa").
Bien puede verse que todas éstas son disquisiciones sobre lo que Marramao
(1996) llama la "dimensión perdida" de la modernidad política: la
fraternidad (el principio guía que atiende al problema de la solidaridad y del
sentimiento comunitario de forma difícilmente reducible a las ideas de la
libertad y la igualdad, forjadas sobre el individualismo); disquisiciones que
empujan a ir más allá de la identificación nacional como único factor que pueda
responder a las exigencias de la pertenencia y la identificación simbólica de
una comunidad. No obstante, merece tenerse en consideración que, como señala
Lucas (2001: 105), "a la hora de construir un vínculo político, aún no
contamos con un sustituto eficaz de la comunidad de pertenencia que es la nación,
a la que hemos enterrado quizá demasiado rápidamente"volver
3.-Touraine habla de la escuela del sujeto como
la orientada hacia la libertad del sujeto personal, la comunación intercultural
y la gestión democrática de la sociedad, una gestión que debe abordarse desde
la elaboración de los proyectos personales y el aumento de la capacidad de los
individuos para ser sujetos y no tanto desde la archirrepetida consigna de una
educación-para-la-sociedad.volver
4.-Esta observación es importante a la hora de
matizar el carácter excesivamente abstracto con que una filosofía humanista
como la de Gadamer (2000) vincula educación y diálogo. El marco general de la pedagogía
dialógica, no obstante, presenta dificultades de aplicación en dos casos:
cuando hablamos de niveles en los que los educandos no cuentan con una
capacidad de razonamiento desarrollada y su aprendizaje depende más de la
disciplina y el ejemplo familiar (es ésta la fase que la teoría de la justicia
de Rawls, siguiendo el esquema piagetiano de la evolución moral del niño,
decribe como la fase del aprendizaje de la moralidad a través de la autoridad,
previa a la del aprendizaje de la moralidad basado en la asociación). El
segundo caso es aquel en el que nos encontramos con alumnos que no desean
participar o no muestran interés en el aprendizaje. Estos casos suelen también
favorecer prácticas disciplinarias muy basadas en la iniciativa autoritaria del
profesor.volver
5.-Esta propuesta encaja también con la defensa
que hace Giddens (1996: 119-122) de la democracia dialogante como forma de
"democratizar la democracia" a través del desarrollo de la capacidad
de reflexión en las actividades cotidianas. La conexión de esta idea con el
principio de la autonomía queda clara en la noción de sujeto de Touraine, y se
encuentra elaborada desde el punto de vista de la filosofía de la educación en
Moses, M. (1997). Flecha (1999), por su parte, conecta el enfoque de la
pedagogía dialógica con el antirracismo.volver
6.-Merece recordar aquí como, según David
Gauthier, "la idea de que las formas de vida tienen derecho a sobrevivir
es un recién llegado al escenario moral. Es también una idea totalmente
equivocada. Son los individuos los que cuentan; las formas de vida importan
sólo como expresión y sustento de la individualidad humana" (Morals by
agreement, Oxford: Clarendon, 1986: 288, cit. apud Garzón Valdés, 1997: 12).volver
7.-Téngase en cuenta, además, que por lo que
respecta a otra posible fuente de educación política como es la familia, el 70%
de los jóvenes encuestados por el INJUVE (avance de resultados, sondeo de 2002)
hablan poco o no hablan de política con sus padres.volver
8.-Esto no quiere decir que la participación sea
en sí y por sí misma la panacea, pues puede registrarse el caso de acciones
beligerantes acometidas por los padres ante la presencia de alumnado "non
grato" en el centro. En España este caso se registra normalmente con la
llegada a las escuelas de niños gitanos que tradicionalmente estaban excluídos
de la escolarización o recluídos en instituciones segregadas. Aunque lo normal
en estos casos es el éxodo silencioso de la mayoría hacia otros centros, en
ocasiones lo beligerante de la reacción sorprende dado el habitualmente escaso
índice de concienciación y participación anteriormente comentados. Aquí el
problema de la desafección política ya no es que la aprobacion de unos
objetivos no implique la movilización por los mismos, sino que ésta encarna una
cierta actitud individualista e insolidaria que es capaz de dar cobijo a las
conductas más elementales de racismo y, lo que no es menos grave, a una pobre
idea de lo que es educar: el derecho a la educación de MIS hijos se antepone al
derechos de todos los hijos y se restringe el calado democrático que conlleva
el aprendizaje cooperativo junto con aquellos que muestran algún tipo de
diversidad (en este caso, étnica o cultural). Se trata en estos casos de una
participación que Putnam (2000) califica como propio de los movimientos NIMBY
("Nor In My Backyard").volver
9.-Normalmente. los indicadores que señalan un
descenso en esa participación apuntan hacia una eventual pérdida de la calidad
de la vida democrática. Esto es especialmente grave seguramente en el caso de
las democracias jóvenes -como la portuguesa o la española- que cuentan con una
sociedad civil más débil y menos organizada que las democracias más viejas y
que, en consecuencia, son más proclives que éstas a la expansión de
sentimientos de impotencia, a la frustración y a actitudes pasivas, y menos
proclives a la articulación de canales y mecanismos de participación no
convencionales. Por eso se ha señalado (Maravall, 1995: 301) que, especialmente
en estos casos, la desafección política puede llevar a un empobrecimiento
democrático y a la proliferación de planteamientos resignados muy cercanos al
conservadurismo político. Debe apreciarse, no obstante, que Francia u Holanda
no son precisamente democracias jóvenes y, sin embargo, allí es donde han
alcanzado importantes cotas electorales mensajes impregnados de xenofobia cuyo
éxito Castells (2002) ha analizado precisamente en términos de una "crisis
de lo político" y que no desaparecen por desmoronarse electoralmente,
pues, más que sobre un programa, se han levantado sobre la desconfianza, el
resentimiento y la desorientación.volver
10.-En España, 8 de cada 10 padres y madres no
participan en las actividades llamadas extraescolares y escasamente 2 de cada
10 participan activamente en las asociaciones de sus centros (INCE, 1998).volver
11.-No en vano, uno de los primeros usos del
concepto (Loury, 1977) tenía que ver con el estudio de las relaciones
familiares que resultaban últiles para el desarrollo cognitivo o social del
niño o del adolescente en un contexto multirracial.volver
12.-Debe tenerse en cuenta a este respecto que,
a diferencia de otros recursos materiales (como el capital físico) el capital social
es lo que Hirschman llama un "recurso moral", cuyo suministro aumenta
con el uso (Putnnam, 2001: 94).volver
13.-Por ciudadanía privada entiende Johanek la
que reduce la imagen del ciudadano a la del cliente que simplemente busca un
mejor producto al mejor precio posible. En nuestro caso sería el equivalente
del público del sistema educativo que reduce sus expectativas al incremento de
la posibilidad de poder elegir uno u otro centro. Es el padre o la madre que no
quiere perder su tiempo en reuniones acarca de, por ejemplo, un proyecto
educativo de centro pero quiere cambiar de centro cuando siente que el producto
ofrecido por éste se devalúa.volver
14.- De hecho, los datos del barómeto del CIS
(febrero de 2001) muestran que, de hecho, a pesar de que los inmigrantes no
suponen ni el 4% de la población, y aun reconociéndose mayoritariame que son
necesarios, 4 de cada 10 españoles creen que son demasiados y que la actitud
que prevalece ante ellos es la de desconfianza.volver
15.-Torcal y Montero (1998), por ejemplo, lo
hacen así y muestran que el bajo nivel de capital social en España está
asociado a un bajo nivel de confianza interpersonal. De sus datos se infiere
que el desarrollo de la educación española tras el franquismo sirve como
ejemplo de que el desarrollo institucional per se no crea necesariamente
capital social, seguramente porque más allá de la democratización estructural
del sistema no se han sabido crear las actitudes que favorecen la implicación y
la participación. De ello resulta que la institucionalización de la democracia
organizativa de la escuela parece una condición necesaria pero no suficiente
para la constitución de una ciudadanía activa. volver
16.-Levin (1998) y Apple y Beane (1997) también
ofrecen ejemplos de experiencias aleccionadoras que no hacen sino confirmar
algo que ya se puso de manifiesto en los setenta: que las escuelas más
participativas integran mejor a los niños procedentes de clases bajas y
minorías (Gutmann, basándose en Metz 1978). Por lo que a España respecta,
Valero (2002) muestra que los hijos de los padres inmigrantes vinculados a las
AMPAS muestran pocas diferencias respecto a los hijos de los que no vinculados
en cuanto higiene y disciplina, alguna más en cuanto a asistencia, y bastantes
más en rendimiento académico. volver
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