TIEMPO, ESCUELA Y SOCIEDAD

Mariano Fernández Enguita[1]

 

El tiempo escolar se está convirtiendo en una de las principales fuentes de problemas y de conflictos en la escuela. Por un lado, está en el centro de las reivindicaciones abiertas y encubiertas más corporativas del profesorado; por otro, su organización presente y sus tendencias de cambio se manifiestan cada vez más como un obstáculo para cualquier práctica profesional innovadora. Todo el mundo habla del tiempo escolar con todo género de argumentos, aunque casi nadie se molesta en buscar los fundamentos de lo que dice más allá de la propia, limitada e interesada “experiencia”. Lamentablemente, los que menos pintan en esto son los alumnos, los principales afectados, y menos aún sus intereses. A lo largo de este artículo argumentaré que las lógicas temporales de la sociedad, de las organizaciones, de los profesores y, en parte, hasta las de las familias y los alumnos, operan en contra de lo que sería una organización razonable del tiempo de aprendizaje.

¿Cómo trabajan los hombres y mujeres libres?

¿Cómo trabaja usted cuanto le dejan hacerlo a su antojo? Es posible que, sencillamente, no trabaje, pero si, como es más probable, lo hace, ¿cómo lo hace? La manera de responder a esta pregunta, desde luego, no es ir a observar una fábrica, ni mirar el horario de apertura y cierre expuesto en la puerta de un bar. La manera es observar a quienes, efectivamente, trabajan a su aire, a su propio ritmo, de manera autónoma. Éste es el caso de los artistas, de una parte de los profesionales, de los artesanos, de los campesinos, de las amas de casa... En definitiva, de todo el que no trabaja sujeto a un ritmo impuesto por otra persona (un capataz con un cronómetro, por ejemplo) o por un mecanismo (una cadena de montaje, pongamos por caso). No es ningún descubrimiento decir que el proceso natural de trabajo es un proceso desigual, descontinuo, de ritmo variable, que alterna esfuerzo y descanso... Así trabajaban los pueblos cazadores-recolectores, los agricultores y ganaderos, los artesanos, y así lo hacen, en la medida en que no se lo impida algún otro condicionamiento, las personas que, hoy en día, conservan la capacidad de controlar su propio trabajo.

Por otra parte, éste es el “ritmo natural” que encuentran los estudios cronobiológicos y cronopsicológigos. El comportamiento del organismo y del cerebro durante el día no se divide en tres partes más o menos iguales para el sueño, el trabajo y el ocio, sino que, aparte del sueño nocturno, ambos requieren otros momentos de sueño y, sobre todo, cierta alternancia cíclica de trabajo y descanso. Así, por ejemplo, todo muestra que la peor hora del día para cualquier esfuerzo de atención es la última de la mañana (la sabiduría popular ya la había bautizado como la siesta del carnero), la misma que quienes demandan la llamada jornada continua quieren añadir al horario de mañana, y la segunda peor es la primera de la mañana, la misma que tanta experiencia profesional considera la mejor para las materias más duras, quizá porque el profesor encuentra a los niños callados y aparentemente atentos, cuando lo que están en realidad es todavía dormidos. Las mejores horas, por el contrario, son las de media mañana y media tarde, incluida parte de la jornada de tarde que algunos quieren suprimir.

El tiempo de las organizaciones

Sin embargo, cuando los hombres cooperan, el tiempo de unos condiciona al de otros, y el tiempo de todos puede ser distinto del de cualquiera de ellos. Una gran parte de la actividad social discurre hoy por medio de organizaciones formales. Las más importantes quizá sean las organizaciones productivas (privadas o públicas, de bienes o de servicios, grandes o pequeñas), en las que casi nueve de cada diez trabajadores empleados obtienen su sustento, pero ni son éstos los únicos afectados ni son aquéllas las únicas organizaciones. Lo primero, porque las empresas y agencias de servicios requieren cierta sincronización entre el tiempo del trabajador y el tiempo del público; lo segundo, porque además participamos en toda otra serie de organizaciones distintas de las empresas, tales como escuelas, iglesias, hospitales, partidos, sindicatos, clubes, agencias administrativas, o al menos interactuamos con ellas.

La necesidad de coordinar nuestro tiempo con los demás aumenta a medida que se desarrollan la división del trabajo (es decir, el reparto entre distintos trabajadores de las tareas necesarias para llegar al producto) y la mecanización. Esto último es particularmente importante, porque la maquinaria por sí misma requiere, para su mejor aprovechamiento económico, un funcionamiento continuo (para amortizarla antes), y a menudo también por razones técnicas (no se puede apagar un alto horno, por ejemplo). Huelga añadir que, con o sin cooperación, con o sin maquinaria, todo empleador aspira a obtener de sus empleados la mayor cantidad de trabajo en el menor tiempo. Para decirlo en breve, el trabajo continuo no es una tendencia de las personas, sino un dictado de la cooperación, de la maquinaria y, ante todo, de la explotación, pero conviene no olvidar que se trata de tres imperativos, y no sólo de uno —es decir, que la industrialización, que es cooperación y mecanización, lo requiere en todo caso, aunque en sus formas capitalista o totalitaria pueda exacerbarse la exigencia—.

En consecuencia, no cabe asombrarse, y acaso tampoco lamentarse demasiado, de que la escuela vaya tirando de los alumnos desde sus tendencias naturales a un trabajo discontinuo y espasmódico hacia la regularidad y la continuidad requeridas por la sociedad industrial. Una vez más, la escuela ha de hacer recorrer al alumno en unos años el camino que la humanidad ha recorrido en siglos, ha de reproducir la filogénesis en la ontogénesis. Una de las aportaciones más relevantes de la escuela a la modernización ha sido, para bien y para mal, socializar a los alumnos para su incorporación al trabajo industrial. Pero tirar del alumno quiere decir hacer de puente, constituirse en una figura intermedia, ofrecer un acercamiento gradual, y no pretender que los niños trabajen con la cadencia de los adultos y las escuelas con la de las fábricas u oficinas.

Lo paradójico hoy es que cuando una parte minoritaria pero importante del mundo del trabajo, desplazando su estructura de la organización a la red, permite y hasta reclama la flexibilización del tiempo (horarios flexibles, teletrabajo y trabajo domiciliario, trabajo por cuenta propia...), la escuela evolucione en el sentido de una mayor rigidez y concentración del suyo. Sobre todo la pública, pues la fuerte presión que existe en ella a favor de la reestructuración del tiempo según los deseos de los profesores no tiene parangón en la privada

El tiempo de las familias

La familia, por su parte, está sufriendo importantes cambios con implicaciones de calado para el tiempo escolar. Hay que empezar por disipar la idea de que alguna vez existiera esa familia que algunos parecen echar de menos: con una madre siempre a la espera en el hogar y dispuesta a apoyar el trabajo del profesor. Siempre hubo un porcentaje importante de mujeres trabajando lejos de casa (aunque no fuesen las que más años tenían a sus hijos en la escuela), las mujeres exclusivamente amas de casa también tenían que soportar una fuerte carga de trabajo y cuidar de un elevado número de hijos, sin demasiado tiempo para cada uno de ellos, y, en cualquier caso, difícilmente podrían estar en condiciones de apoyarles en su trabajo escolar. No hubo, por tanto, una época dorada en la relación familia-escuela, salvo que se entienda por tal un tiempo en que aquélla entendía poco lo que sucedía en ésta y mucho menos se atrevía a cuestionarlo.

Aun así, la familia está cambiando. Su tamaño es más pequeño, con tendencia a la nuclearización (inexistencia de otros adultos que los padres, desaparición de otros parientes adultos o sirvientes residentes), a la reducción del número de hijos (uno o dos en la familia típica) y, en menor medida, a la monoparentalidad (un solo progenitor, casi siempre la madre). Al mismo tiempo, representa una célula más aislada en vecindarios que sólo muy débilmente pueden considerarse comunidades, porque nadie se ocupa de nadie fuera de su propio cubículo. Por lo demás, aunque la tasa de actividad femenina sigue siendo muy baja en España, el trabajo remunerado ocupa a un número creciente de mujeres y es un objetivo deseable para otras muchas, y todas sostienen además crecientes expectativas sobre una vida propia, dedicada al trabajo, al estudio, a otras actividades sociales o a sí mismas, y no simplemente absorbida por la familia y el hogar.

Lo esencial no es que vayamos hacia otro tipo de familia, la cual tal vez —sólo tal vez— debiera encontrar complementariedad en otro tipo de escuela, sino algo bien distinto: primero, que vamos hacia una diversidad de tipos familiares; segundo, que esto conlleva una alta dosis de imprevisibilidad, que no podemos ni debemos creernos en condiciones de dictaminar de antemano y desde fuera qué es lo mejor para cada uno de esos tipos. Y esto tiene dos consecuencias: primera, que el sistema educativo debería presentar una oferta más variada en todo lo concerniente a la organización del tiempo escolar, y no solo entre escuelas sino también dentro de cada escuela (en la medida en que sus dimensiones lo hagan posible y la demanda lo haga necesario); segundo, que en todo lo que concierne a la organización básica de la jornada de los niños, la capacidad de decidir debe desplazarse, en la medida de lo posible, de la profesión al público y del colectivo al individuo. Esto resulta claro, aunque choque con toda una gama de intereses, en la cuestión de la jornada escolar, donde los profesores no debían tener ninguna capacidad de intervención (en el entendido de que su jornada laboral es la que es) y cada familia debería poder elegir según sus necesidades y posibilidades y su experiencia particular con sus hijos.

El tiempo del profesorado

Todo colectivo profesional aspira a una mejora de sus condiciones laborales, como no podía ser menos, y parte de esta aspiración es siempre la reducción del tiempo de trabajo. Hay que añadir, sin embargo, que mejora no significa inevitablemente un paso de lo injusto hacia lo justo, sino simplemente que las condiciones son más favorables para alguien, lo que normalmente se entiende en el sentido de obtener un mayor provecho con un menor esfuerzo, o al menos una de las dos cosas (una mejora podría consistir también en un contenido más atractivo del trabajo, pero lo cierto es que casi siempre se refiere a los términos del intercambio con el empleador, o sea, al precio del trabajo —el salario— o al precio del salario —la jornada—).

No todo colectivo laboral, sin embargo, cuenta con un público cautivo e infantil. Cautivo significa que no puede dejar de demandar lo que el sector ofrece: que no puede, por ejemplo, decidir abandonar las aulas en la edad de escolarización obligatoria y que tiene harto difícil elegir o cambiar de escuela (no necesariamente porque sea imposible, que a menudo lo es, sino porque puede entrañar elevados costes económicos, sociales y personales). Infantil supone que hay una asimetría fundamental entre el trabajador que realiza el servicio (el profesor) y su presunto beneficiario (el alumno), asimetría que no puede reequilibrar la participación fantasmal de los padres en el control de los centros. Un colectivo que se mueve dentro de estas coordenadas es por esencia un colectivo poderoso, no importa lo mucho que pueda quejarse de debilidad ante la opinión pública. Si a esto se une la posibilidad casi ilimitada de autoorganización, ya tenemos servido el resultado.

Desde la transición política, las reivindicaciones laborales del profesorado (no así las relacionadas con la innovación, minoritarias) han marcado la pauta en la organización del tiempo escolar. Aunque mucha gente (interesada) considere de mal gusto recordarlo, hay que hacerlo: reducción sistemática del calendario escolar (más de mes y medio en los últimos treinta años), implantación generalizada de la jornada matinal en la mayor parte de la secundaria y buena parte de la primaria, concentraciones escolares de dudoso valor educativo pero que ahorran tiempo de transporte al profesor... Lo que llama la atención es el éxito en la construcción de un discurso legitimador, sostenido en exclusiva por el profesorado, pero en el que todo se hace para que los alumnos disfruten más tiempo con sus familias, enriquezcan su formación con múltiples actividades extraescolares, concentren su esfuerzo en las mejores horas matinales y otras bobadas del mismo estilo.

El tiempo de los alumnos

Queda, en fin, el tiempo de los alumnos. Sabemos, desde luego, lo que quieren: jornadas y calendarios más cortos, pero, por definición, lo que quieren no coincide necesariamente con lo que les conviene, y por eso es que tienen que aprender y están escolarizados. Disipemos, pues, cualquier demagogia democrática del tipo de que deberían poder decidir por si mismos, intervenir en la decisión, etc.

Lo que también sabemos es que son distintos: tienen diferentes capacidades e inclinaciones, proceden de medios y familias dispares, han pasado y están pasando por experiencias diversas... Sin embargo, la escuela se empeña en que todos aprendan unas mismas cosas, o por lo menos un mismo mínimo de cosas, en un mismo tiempo. Esto es una imposibilidad lógica: si yo quiero obtener unos mismos resultados con distintos  recursos, tendré inevitablemente que poner en marcha distintos procesos; y si, con distintos lotes de recursos, pongo en marcha los mismos procesos, no debería dudar que obtendré distintos resultados. El principal condicionante de los procesos escolares es el tiempo, y su principal recurso las capacidades y motivaciones de los alumnos, lo que significa que en un mismo tiempo distintos alumnos obtendrán distintos resultados, así como que un mismo resultado sólo podrá obtenerse en con distintos tiempos. Intervienen, por supuesto, otras variables (por ejemplo, la profesionalidad del docente, que hace que una hora de clase no sea igual a otra), pero no necesitamos ocuparnos aquí de ellas: simplemente, permaneciendo constantes las demás variables, el tiempo cuenta.

Ahora bien, hay otro matiz más importante. El tiempo escolar no es continuo y monotónico, como el del reloj. El tiempo que interesa es el tiempo en que sucede algo, aquel en que el alumno aprende y/o el profesor enseña. Este tiempo no sólo tiene una duración, sino también una intensidad y una homogeneidad. Una hora de trabajo es una hora de trabajo, pero puede requerir un esfuerzo más o menos intensivo y puede ser continuada o estar repartida en bloques más pequeños con descansos intermedios. Cuanto más largos sean el calendario y la jornada escolares, más distendido será el trabajo escolar, y viceversa Es por esto que su compresión, aunque no cambie la carga total de trabajo para el alumno ni la duración estandarizada del mismo (la cantidad de horas lectivas, por ejemplo), y precisamente para no hacerlo (aunque, en última instancia, normalmente lo hace, y a la baja) tiene que forzar su intensidad y su continuidad, con el efecto de poner una dificultad adicional a los que ya acumulan otras. Lo que interesa, en definitiva, es la actividad, de la que el tiempo es tan solo un condicionante.

Tiempo y tiempos

La discusión sobre cualquiera de los aspectos del tiempo escolar desemboca casi invariablemente en la afirmación de que no se trata de uno sino de varios y diversos tiempos relacionados con la educación: de clase, de interacción con el profesor, de permanencia en la escuela (con o sin el profesor), de trabajo escolar (dentro o fuera de la escuela), en torno a la escuela (incluidos el desplazamiento, las tareas para casa...), de aprendizaje (incluido el no reglado), etc. Ésta es una distinción esencial, o más bien un conjunto de ellas, que deben ser tenidas en cuenta al considerar cualquier aspecto relacionado con el tiempo. Así, por ejemplo, la necesidad de un mayor tiempo de custodia no debería traducirse en la demanda de una prolongación del tiempo de interacción profesor-alumno ni del tiempo curricular, o la limitación de estos últimos no debería impedir que cada institución escolar se hiciese cargo de la dirección y coordinación generales de todo el tiempo relacionado con ella (incluidas las actividades extraescolares, los servicios complementarios o el simple disfrute adicional de las instalaciones).

Pero lo más importante es que el tiempo de unos colectivos no debe confundirse con el de otros, ni el tiempo de unos individuos con el de otros, ni el tiempo medio o modal de un colectivo con el de los individuos agregados en él. Es un lugar común, pongamos por caso, afirmar que la jornada del profesor no debe confundirse con la jornada del alumno, pero rara vez se extraen de ello las consecuencias pertinentes. Se utiliza esta afirmación para argumentar, por ejemplo, que si se desea que los alumnos puedan estar en los centros por las tardes se deberá contratar a otros profesores, o a monitores de esto o aquello, pero no se extrae la conclusión más sencilla: que el profesorado debería dejar de proponer modificaciones en la jornada de los alumnos para limitarse a reivindicar lo que le parezca en torno a la suya (lo cual conduciría a reclamaciones bizarras, como la de modificar la jornada del profesor sin modificar la del alumno, y por tanto contratar nuevos profesores para dar satisfacción a los viejos, algo que resultaría menos presentable que el paraíso pedagógico para todos pretendidamente asociado a la jornada matinal, pero cada palo debe aguantar su vela).

Por otra parte. Los mismos calendarios u horarios pueden ser buenos para unos y malos para otros. Para un alumno que viva en un medio social y familiar estimulante, unas largas vacaciones representan la posibilidad de viajar, leer, hacer cursos de esto y aquello o, simplemente holgazanear sin consecuencias; pero para el que vive en un medio social y familiar desaventajado, para el que tienen en la escuela su principal o único asidero, numerosos estudios muestran que produce un deterioro de las mejoras acumuladas. Para un alumno que se desenvuelva con holgura en la jornada escolar de mañana y tarde y al que su familia pueda proporcionar acceso a otros recursos, su condensación en la mañana puede suponer una mejor organización del tiempo que le permitirá realizar más tranquila y libremente otras actividades por la tarde; en cambio, para el que ya se encuentre bajo presión con el horario tradicional o no viva en el medio adecuado, su concentración matinal significará un aumento de la tensión sin compensación alguna, y su tarde libre lo convertirá simplemente en pasto de la televisión y de la calle, o de unas mediocres actividades carentes de interés. La jornada partida que, combinada con el comedor de pago, permite a una madre desempeñar un trabajo a tiempo completo puede que también impida a otra, a la que le resulta más económico dar de comer a sus hijos en casa, desempeñar un trabajo a tiempo parcial, y la jornada continua que permite a un alumno a comer a la misma hora que sus hermanos convierte a otro en un niño con llave que ha de esperar las horas muertas hasta el regreso de sus padres. Mientras que un profesor anhela la concentración matinal de su trabajo real para poder atender otras actividades domésticas o extradomésticas por la tarde, otro puede preferir una actuación más pausada y repartida a lo largo del día para evitar el estrés o para descansar de una actividad con otra. Un buen centro, con un profesorado comprometido, puede servirse de la jornada continua para lanzar un ambicioso programa de actividades complementarias para los alumnos y actividades cooperativas para los profesores; en un mal centro, por el contrario, sólo servirá para despachar antes a casa a los alumnos y que puedan hacer lo propio los profesores.

¿Por qué, entonces, modificar el tiempo del profesorado a través de engañosas reformas del tiempo del alumnado, o por qué dictar la congelación o la transformación del tiempo de todos en lugar de permitir fórmulas más ajustadas a las características, necesidades y oportunidades de cada uno? ¿Acaso no estamos en la fase del reconocimiento de la diversidad? ¿O es que sólo se trata de una inagotable retórica tras la cual no hay otra cosa que intereses corporativos?



[1] Catedrático de Sociología en la Universidad de Salamanca y autor de La Jornada Escolar, Barcelona, Ariel, 2000.